Los representantes de la ‘nueva izquierda latinoamericana’ que se identifican con el ‘socialismo del siglo XXI’ aparecen como restauradores del mito revolucionario en la lucha antioligárquica.
Su coreografía de cantos a la patria, colores encendidos y banderas desplegadas no es solo un recurso mediático. Lo que recuperan no es la tradición de la izquierda sino la de los caudillos liberales: Chávez acude al bolivarianismo y Correa al alfarismo. Morales se proyecta aún más atrás, a las luchas del milenarismo étnico y con ello se distancia de sus compañeros de ruta.
En realidad la izquierda, antes de ser marxista, fue liberal y su origen es jacobino; quienes se sentaron a la izquierda en la Asamblea el 28 de agosto de 1789 fueron quienes se opusieron al veto real, mientras quienes lo defendían ocuparon la parte derecha de la sala.
Pero si ésa es la construcción de la retórica política de los enfrentamientos en la coyuntura de la revolución francesa, una mirada más atenta nos revela el carácter conservador de la izquierda en su matriz originaria. La idea del orden natural y del bien como sustancia constitutiva de la vida social aparece como el paradigma central de la izquierda, una construcción teológica secularizada, de la cual emerge su programa político de rescate de esa naturalidad social alienada o desnaturalizada por la modernidad capitalista. Una formulación que tendrá también sus consecuencias políticas en la construcción del concepto de pueblo como realidad indiferenciada, y en la idea de la autorrealización de la sociedad, de su auto-expresión. De aquí el énfasis en el concepto de democracia directa: el poder debe regresar al pueblo sin cortapisas, sin artificios, sin mediaciones, la sociedad debe expresar la pureza de su configuración originaria.
Esta orientación inicial hace que la izquierda, desde sus orígenes, se comprometa más con la lógica de movimiento y oposición que con la del orden y el gobierno, pero paradójicamente lo hace desde una posición conservadora; cuando gracias a la fuerza de su ideología logra asaltar los cuarteles del poder termina entrampándose en la lógica de gobierno.
Es aquí donde aparece su déficit de democracia, el gobierno es consubstancial con la existencia de diferentes intereses y proyecciones de valor; gobernar es arreglar discordias y conflictos; si se parte de la idea de que esas discordias y conflictos ‘no existen por naturaleza’, lo que queda para el gobierno es su eliminación, su extirpación como ‘mal’, su no reconocimiento. Si la izquierda no asume críticamente esta premisa, al llegar al poder su deriva es dictadura y totalitarismo. ¿Está la izquierda latinoamericana equipada teórica y políticamente para reconocer sus fallas de origen?
Columnista invitado