Evelyn, relato de una víctima del taxista que toma rehenes en Quito para violarlas

Evelyn sufrió una violación sexual por parte de Fernando M., un taxista, en el norte de Quito, el 7 de septiembre del 2018. No es la única víctima. La Fiscalía registra dos denuncias más en contra de Fernando M. Foto: Archivo/ EL COMERCIO.

Evelyn sufrió una violación sexual por parte de Fernando M., un taxista, en el norte de Quito, el 7 de septiembre del 2018. No es la única víctima. La Fiscalía registra dos denuncias más en contra de Fernando M. Foto: Archivo/ EL COMERCIO.

Evelyn sufrió una violación sexual por parte de Fernando M., un taxista, en el norte de Quito, el 7 de septiembre del 2018. No es la única víctima. La Fiscalía registra dos denuncias más en contra de Fernando M. Foto: Archivo/ EL COMERCIO.

Evelyn estaba atrasada para recoger varios cuestionarios para concluir con su tesis universitaria. Detuvo un taxi en Carcelén. Lo ocurrido desde entonces, esa mañana del 7 de septiembre del 2018, es una historia de violencia que tiene más de una víctima en Quito: los ataques de un taxista a jóvenes mujeres.

Evelyn se sintió intimidada apenas ingresó al vehículo, conducido por Fernando M., un hombre de mediana edad, la tez blanca, ojos café y vestimenta semiformal, que la convirtió en rehén, con un cuchillo.

Forzada, el taxi ingresó a un motel de lujo. Allí fue violada.

No es la primera víctima, en la Fiscalía se registran otras dos denuncias. Luis Alberto acusó al taxista por la violación de su nieta, de 15 años, llevada a un motel el 17 de abril del 2018. La ultrajó tres veces.

María Fernanda, en cambio, lo denunció por el abuso sexual del 2 de noviembre del 2015. Logró abrir la puerta del vehículo y caer, después de que la forzara y tocara sus partes íntimas. Una mujer la ayudó; él huyó.

Por la denuncia de Evelyn, la Justicia dictó prisión preventiva contra el acusado. Pero, después de un mes, durante la audiencia de apelación de la prisión preventiva, el Tribunal de la Corte Provincial de Pichincha lo dejó en libertad.

Evelyn siente que la justicia ecuatoriana le ha dado la espalda. Este es su testimonio:

“Soy Evelyn, tengo 23 años y hace poco egresé de la carrera de Psicología. Contrario a lo que siento ahora -y por lo que estoy atravesando-, me recuerdo como una chica que confiaba en los demás. Siempre traté de encontrar el lado bueno de cada una de las personas que me rodeaban, de hacerles ver cuánto valían, que Dios los amaba, que nunca es tarde para volver al camino. Yo, era feliz, cariñosa, atenta. En un hogar creyente, crecí aprendiendo a ayudar a quien lo necesitaba, a ser generosa, a preocuparme por los demás.

Fue el 7 de septiembre del 2018. Eran las 07:20. Bajaba a coger un bus, pues me dirigía a ver unos cuestionarios en la universidad por mi tesis. Pero estaba atrasada, así que decidí tomar un taxi. No sabía que ese día me iban a destruir la vida. Hoy, con lágrimas, con un nudo en la garganta, con temor, tristeza, enojo, me decido a contar lo que me sucedió y que la Justicia y ciertos jueces ecuatorianos, sin perspectiva de género, han decidido no creerme.

Cuando tomé el taxi, me senté en la parte posterior. A medida que avanzábamos, me percaté que el conductor me iba observando. No dejaba de mirarme a través del retrovisor. Me decía que era bonita, que era muy hermosa. Comencé a sentirme nerviosa porque, a la par, este hombre también miraba hacia un costado de su asiento, como diciéndome ‘mira lo que tengo’. Cuando fijé mi vista ahí, pude ver un cuchillo.

En ese momento, mi cuerpo y mi mente comenzaron a reaccionar con miedo, temor. A pocos metros, a la altura de la fábrica Bop de Carcelén (av. Jaime Roldós Aguilera) paró en un lugar desolado. No había gente. Me regresó a ver y me dijo ‘Pásate para adelante’. Le respondí que no, que qué era lo que quería. Él repitió: ‘Pásate, si ves lo que tengo aquí’. Cuando lo dijo, me mostró su cuchillo y automáticamente abrió la puerta del carro. ‘Cuidado con hacer algo, cuidado con gritar, cuidado porque si es así ya sabes lo que te pasa. Tranquila, haz lo que te digo y no te haré daño’, me dijo.

Traté de pensar en la forma en que podía escapar o correr. Pero estaba sola, no había nadie, era un lugar desolado. ¿Y si me atropellaban?, ¿y si me caía y me golpeaba y él me atrapaba? ¿Y si me acuchilla?

Fueron tantas cosas las que pensaba. En mi mente, le pedía a Dios que no deje que ese hombre me haga daño. Siento que no pude actuar como hubiese querido hacerlo. Sus amenazas eran más fuertes. Mientras me decía que obedezca para no hacerme daño, comenzó a hablar con palabras que no tenían sentido. Él temblaba. Estaba como eufórico, excitado, miraba de un lado al otro. Incluso, decía que tenía su furgoneta de transporte escolar parqueada en ese lugar, pero no había absolutamente nada.

‘Solo serán dos horas. Me gustaste’, repetía. Una y otra vez. Le pedí que me dejara bajar, pero era demasiado tarde. Había puesto seguro a las puertas y giró con dirección a la avenida Eloy Alfaro. Después, comenzó a dar vueltas en el sector. Había unas fábricas de color blanco. No había gente porque era un parque industrial.

No recuerdo todo el recorrido porque siento que dio vueltas por el sector para que no me ubique. Observé un semáforo. Estábamos subiendo. Había camiones, carros grandes. Quiso tomar mi mano. La quité y le dije que me daba asco. Intentó hacerlo de nuevo. Volví a retirarla y se enojó, me cogió el rostro y me giró para darme un beso. Yo viré mi cara hacia el frente, le repetí que me daba asco. Me decía que no me porte así, que no le haga reaccionar mal. Me miró y dijo ‘pensé que serías diferente; pensé que serías cariñosa, no así de fría’. Subió por una calle y vi el letrero de un motel conocido en la capital.

Bajó el asiento y me dijo que me acueste. El taxi bajó por una calle e ingresó a un lugar que no reconocía. Solo logré guiarme por los colores. No había guardias, no había nadie.

Una puerta lanfor de color verde se cerró. Se bajó del taxi con su cuchillo y me obligó a bajar. Tenía su arma en mi espalda. Las paredes eran azules, en una había un corazón con cara demoníaca pintada con rojo.

Hizo que me siente en una cama y me sacó la ropa. Yo recuerdo la suya: un chaleco de lana, jean, camisa, botas negras, una correa. Me decía ‘¿Qué fue que no te desvistes?’ Y como no quería hacerlo, sé enojó. Me saqué los zapatos y empezó a quitarme la ropa.

Con lágrimas en mis ojos, callada, inmovilizada, con miedo, pidiendo a Dios que no deje que me quite la vida. Quería abrir los ojos y que él ya no esté sobre mí.

En cuestión de minutos, me robó todo. Abrió mis piernas y tomó mis manos, con el interior aún puesto, me violó. Sentía dolor. Con una mano sostenía mi boca y con la otra mis brazos. No podía gritar. Sacó un preservativo. Se lo puso cuando estaba encima mío. Continuó violándome. Solo quería que esto termine. Era asco, impotencia, dolor…

Recuerdo que por un instante, alguien abrió la puerta lanfor. Abrí los ojos y pensé que alguien iba a entrar y a salvarme. Pero él salió y gritó desde la puerta: ‘¿Qué no ve que está ocupado? Y la puerta volvió a cerrarse. Él siguió, lo hizo tantas veces como pudo. Se veía al espejo y reía. Lo disfrutaba. Decía cosas obscenas. Su preservativo se rompió y lo botó.

Después, me obligó a bañarme. Cerré mis ojos, dejé que el agua caiga sobre mí. Cuando salí de la ducha, vi que cerró mi bolso. Me dijo: ‘Ahora lo sé todo de ti. Vístete y muévete. Cuidado se te ocurra hablar o decir algo. Si lo haces, voy a matar primero a tu familia y luego a ti’.

Amenazada con el cuchillo, abrió la puerta del taxi y me obligó a ingresar al asiento del copiloto. Hizo que me recueste nuevamente para salir del lugar y arrancó. Me preguntó qué es lo que debía hacer. Yo no podía hablar. Estaba en estado de shock. ‘¡Habla!’, dijo. Volví a decirle que iba con dirección a mi universidad…

Llegamos a las 10:40. Paró el taxi en una calle transversal no visible a cámaras de seguridad externas y cuando iba a bajarme me obligó a darle mi número de celular.

Comenzó a llamar con insistencia. Decidí no contestar porque sabía que era él. Pero pensé que lo mejor sería enviarle un mensaje de texto para mantenerlo tranquilo. Tenía miedo por mi familia y por mí, porque él tuvo acceso a mis documentos.

‘Vaya no más. Me quedaré un buen tiempo, Fernandito’, envié. Permanecí más de cuatro horas en mi universidad. Tenía miedo. Cuando salí, veía los alrededores, estaba asustada, él podría haber estado siguiéndome. Me sentía sucia, impotente.

Mis padres me llevaron a hacer la denuncia y el proceso legal se inició.

Al día siguiente, tuve un ataque depresivo. Intenté quitarme la vida dos veces, me autoflagelé…

Una semana después de la violación, mi agresor comenzó a llamarme desde cabinas telefónicas. El proceso legal fue avanzado y, con eso, también las humillaciones de las cuales ha sido testiga la fiscal y el equipo que lleva mi caso. Hemos sido agredidos constantemente por sus abogados.

Ellos, incluso, han violado mi derecho a la privacidad. Me han perseguido cuando he ido a las diligencias de la Fiscalía acompañada por mi padre. Me han tomado fotos y han obtenido de forma ilegal información personal de mi papá. Por eso, la Fiscalía solicitó que me incluyeran a mí y a mis padres en el Sistema de Protección a Víctimas y Testigos.

El abogado de mi violador fue quien contactó a mi papá para fijar una cita con él. Cuando se encontraron, él lo llevó a la casa de los padres, familiares y lugares que Fernando frecuentaba para poder detenerlo. Entiendo que lo hizo por venganza, pues mi agresor escogió otro equipo de abogados y pensé que lo dejarían fuera del caso. Pero siguió a cargo del caso y, desde ahí, me ha hecho la vida imposible. Parecería que todo el mundo le cree a mi agresor y lo quieren victimizar.

Fernando M. estuvo detenido aproximadamente un mes. Obtuvo su libertad en la audiencia de apelación a la prisión preventiva. Estuve presente con mis padres. Uno de los jueces del Tribunal de la Corte Provincial sacó una navaja y, de forma demostrativa, dijo: ‘Yo también llevo una navaja. Cualquiera puede cargar un cuchillo para defenderse’. No le importó que yo estuviese presente. Sentí que en ese momento, la justicia me dio la espalda.

Expongo este relato después de haber contado con ayuda psicológica. Guardo algo de silencio sobre los hechos, triste, cansada, acusada. Hay días en los que trato de estar bien, días malos, días en los que no puedo dormir, en los que tengo pesadillas. Días, también, en los que siento que me volveré loca, que no puedo más, que me levanto porque debo, no porque quiero.

No puede ser que un hombre que viola, amenaza e intimida, esté en libertad, haciendo a otras chicas lo que ya me hizo a mí. La Fiscalía pudo localizar a dos víctimas más de mi agresor, gracias a una pericia de extracción de la información de su celular, en la que se observó 112 mujeres entre niñas, adolescentes y adultas, registradas con nombres obscenos.

Aún confío en que en el Ecuador sí hay justicia para mujeres como yo. Sin embargo, solo podemos acceder a un servicio judicial que nos cierra las puertas y que cree más en el agresor que a la víctima y solo valida sus derechos. ¿Quién se encarga de los nuestros?

No quiero que continúe haciendo daño. Todos hablan de que no debe existir revictimización; sin embargo, yo he sido revictimizada tantas veces que lo único que he deseado, en momentos, es desaparecer”.

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