En el ajetreo sin pausa del Mercado Mayorista del sur de Quito, que arranca a la 01:00, hay un espacio destinado para el aprendizaje y el juego. Las aulas están dentro de esta infraestructura comercial.
Se trata de la Escuela Intercultural Bilingüe Tránsito Amaguaña, cuyos alumnos son los
hijos de decenas de trabajadores que prestan servicios en los diferentes espacios del megamercado de las calles Teniente Hugo Ortiz y Ayapamba.
En el patio pavimentado, las maestras Esthela y Elisa Agualongo vinieron de la comuna Cachisasgua (agua de sal), parroquia San Simón, Bolívar.
Visten bellas blusas de encaje. Dictan las asignaturas de matemáticas, lengua y ciencias en quichua y español. “Esto es un pedazo de nuestra tierra, nos gusta enseñar”, coinciden.
La escuela fue hecha a pulso, con base en la ancestral minga, y su arquitectura vernácula evoca a las casas comunales de
la Sierra, para que los 200 alumnos, de ciclo básico y bachillerato, no olviden las comunas de sus ancestros; tampoco los padres, que trabajan como estibadores, cargando pesados quintales de arroz, frutas, hortalizas y legumbres; y las mujeres, en el desgrane de arveja y maíz.
El conjunto está compuesto por cinco bloques de ladrillo, teja y madera, en los que funcionan las 13 aulas.
El pasado lunes fue la inauguración oficial y ayer los seis profesores bilingües (quichua-español, pagados por el Ministerio de Educación) limpiaron las aulas, las gradas, la cancha de fútbol y los corredores.
Las clases empiezan el lunes.“Hicimos, como todo aquí, con la minga solidaria; antes esto fue un sueño, una utopía, que se hizo realidad”. Es el testimonio de Irma Gómez Walfondari, directora de la escuela, una activa mujer quiteña que reivindicó sus orígenes indígenas, pese a que su padre es mestizo y su madre argentina.
Desde los 13 años, en la adolescencia, Gómez sintió el llamado de la tierra, algo inasible y misterioso: sinónimo de páramo, montañas verdes o azuladas, chozas, cascadas fulgurantes y ríos cristalinos.
Dice que la familia vivió, a comienzos de los ochenta, frente al mercado de San Roque y el sufrimiento de los indígenas la sensibilizó. Decidió ayudarlos y comprendió que era parte de ellos. Luego, cuando cursaba el bachillerato, vivieron en La Argelia, entonces un puñado de casas en el sur, habitado por migrantes de Cotopaxi, Chimborazo, Bolívar, Tungurahua, de las mismas provincias que llegan los trabajadores del Mayorista de Quito.
Irma Gómez comenzó a vestir anaco negro, blusas bordadas, pulseras de mullo, hualcas doradas en el cuello. Sus padres la apoyaron y comprendieron, porque vieron que hacía una grata labor a favor de los más pobres. Ahora, sentada en una silla de la dirección de la escuela, ve que su vida ha sido fructífera, que ha sembrado.
Una leyenda entre volcanes, ríos y árboles pintados en las fachadas de los bloques resume lo que son la escuela y su directora: “Somos como la mazorca, si se va el grano se va la fila y se acaba la mazorca”.
Gómez, de 48 años, apunta que levantaron la escuela ladrillo a ladrillo. Antes de 1989 hubo un programa de alfabetización para los emigrantes en el mercado. En las noches iban, a la sede social, con los niños, quienes dormían. Los padres enviaban a los chicos a las escuelas mestizas del sur. No se acostumbraban, porque los otros niños al verlos con su vestimenta típica (poncho, sombrero de lana, alpargatas) no los aceptaban.
El primer mecenas fue Rodrigo Paz, cuando fue alcalde. Les obsequió el terreno para levantar los bloques. “En ese tiempo era un lugar apartado, el más lejano, pero no importaba”, evoca Gómez.
En 1996 colocaron el primer ladrillo con la ayuda de Coindia, una organización de 22 socios que apoyó la obra. El Municipio de Antequera, España, dio el dinero para el primer bloque (un aula arriba y otra abajo).
Recién el año pasado se concluyó la escuela, que ya lleva 25 años de vida. Los chicos que concluyen el bachillerato, como Inti (sol), hijo mayor de la directora, vuelven a las comunas de sus mayores para trabajar un tema de oralidad e identidad.
Inti escribió un libro sobre su abuelo paterno, Virgilio Agualongo, yachac de 90 años y líder indígena de Bolívar.