“Escribir es un honor” dijo Albert Camus cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. Es un honor, es un riesgo y es un reto. Es convertirse en la piedra en el zapato del poder, en la mala conciencia de los que dominan, en el agente de las verdades incómodas, en la voz que hay que quieren callar, en la memoria que se debe quemar, en la disidencia que rompe la paz de cementerio de todas las ortodoxias. Es un honor y, como todo honor, trae consigo grandes deberes: el de no enmudecer, el de no cerrar los ojos, el de capturar -de la misma forma y con idéntico talento- la sensibilidad de la luz de cada mañana, los dolores de la miseria y el silencio de los sin voz.
Ese honor, que es disciplina del espíritu y rigor de la mente, se traduce en el deber con los que leen, con los que coinciden y los que discrepan, incluso con los que persiguen, con los que odian, con los tolerantes y con los dogmáticos: el deber de la veracidad. El deber de la lealtad a los principios, el de la renuncia a las tentaciones cortesanas, a las comodidades de las poltronas burocráticas, a los aplausos, a los reconocimientos oficiales. Hacerse cargo de esos deberes, practicarlos, llevarlos como alforja que va al anca de la vida, es la nota distintiva del que escribe. No es, por cierto, nota distintiva ni la abdicación ni el silencio, ni la alabanza cómplice, ni la servidumbre disfrazada. Es, al contrario, el irrenunciable deber de decir, de pensar, de enfrentar el aguacero de las críticas, y de entender que sin debate, sin polémica, no hay vida.
Hablar de honor en tiempos de pragmatismo puede resultar extraño o, al menos, caduco. ¿Honor que huele a Edad Media, que alude a aristocracia, a tiempos de caballería y quijotismo? Claro que sí. Ahora hay que afirmar la aristocracia de las ideas y emprender la reivindicación de las elites ejemplares, de las que se atreven y se distinguen del torbellino de la masa, fuera del ascenso de la insignificancia, elites que se salvan de las inundaciones de la mediocridad. Todo esto a riesgo de quedarse solos, más aún si la verdad se mide por la popularidad, si el sondeo reemplaza a las convicciones y las ideas no sirven; y cuando la imaginación es un riesgo y la curiosidad el detonante de la muerte, porque lo aconsejado para “sobrevivir” es no pensar, y solo aplaudir, no imaginar, no preguntar, no indagar, solo escuchar. No apartarse de las leyes dictadas ni de los silenciosos mandatos que imponen los ceños fruncidos y los gestos hoscos.
Tarea ardua la de llevar en alto el honor de ser persona, y de ejercer la libertad en medio de los tirones para debajo de los siervos que calculan, de los “hábiles” que afinan la sensibilidad calculadora de los tiempos que corren. Tarea complicada la de asumir el hecho de que las ideas son peligrosas compañeras y que el afán de militar por ellas es el riesgo que corresponde a la dignidad.