‘El valor de elegir’

Así se titula el último libro de Fernando Savater, el filósofo español que, en las actuales circunstancia del Ecuador y América Latina, debería ser lectura obligatoria de los  agentes del poder y de todos quienes  miran con miedo a la libertad, de los que consideran que la democracia es lo mismo que unanimidad, que la discrepancia no es la natural actitud de los seres racionales, sino sospechosa  conducta susceptible de descalificación, cuando no de represión. 

El tema de Savater consiste en que los seres humanos deben  elegir constantemente formas de vida, ideas, profesiones,  religiones, gobernantes, etc. y que la elección sin libertad es imposible. El tema está en que la verdadera elección supone la existencia de opciones y posibilidades concretas: hay que tener entre qué escoger, qué prensa leer y cuál no, qué canal de televisión mirar y cual apagar,  por cuál candidato votar, qué ideología defender y cuál combatir. Esa es la base humana de las democracias cuando son tales y no sistemas eleccionarios en que la gente acude, cuando le convoca el poder, a votar sin saber para qué.
 
La unanimidad, el dominio del pensamiento oficial y la ausencia de contradictores matan a las repúblicas: la persona se convierte en súbdito, la ciudadanía se hace masa  dependiente y a la crítica reemplaza el aplauso o el silencio. La democracia está vinculada con la capacidad de discrepancia, con la libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia, con el examen público de los actos del poder. Está asociada con la dignidad  humana, que es lo contrario a la sumisión, lo opuesto a la abdicación de los derechos. Por eso es tan importante la tolerancia. Yo diría que la república es la organización política de la tolerancia y  la democracia verdadera es la constante militancia de una ciudadanía basada en la condición irrenunciable de ser, cada hombre, un auditor del poder.

No son, pues, accidentales lo temas que estos días se discuten y preocupan a la gente y a los medios de comunicación. Son temas esenciales para asegurar la convivencia. Pertenecen a la sustancia de la sociedad y exceden de la política, superan al texto de la Constitución e imponen conductas, estilos y respetos más altos que aquellos que habitualmente se entienden como usuales en el ejercicio del poder. Plantean un grave problema de ética pública que debe ser resuelto bajo la  convicción de que el Estado está al servicio de las personas, y que ellas demandan posibilidades de elección, incluso posibilidades de equivocación, y que jamás sus destinos pueden estar asociados con la ideología dominante, o con el modelo cuya imposición requiere condicionar o eliminar los derechos.  Más allá de los actores, ahora sí están en debate los principios, están los valores que inspiran a la sociedad, a los cuales el Estado y sus agentes están inequívocamente sometidos.

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