Primer callejón Santo Domingo. A lo lejos, el patrón de las viejas escalinatas del Santa Ana custodia ese otro lado del cerro, tan cercano y distante de la regeneración urbana de Guayaquil.
Paso a paso, las piedras rojizas de sus laderas dan forma a pequeñas jardineras. Y con brochazos irregulares, las casas se tiñen de amarillo, rojo, anaranjado’
De ese lado, sus habitantes pintan la regeneración con sus manos. “A este lado siempre lo han llamado cerro malo, pero no es así”, dice María Nieto. Ella nació en ese callejón, en una casona junto al viejo muro de piedra grabado en 1925.
Hombres y mujeres trabajan para darle otra cara a su barrio. Para Lucía Baque, el cerro es el rincón de las tantas generaciones aguerridas. Es gente que sobrevivió a incendios, a fuertes tormentas y ahora pelean contra la indiferencia.
Desde un rústico mirador, la mujer de rizos canos prefiere darle la espalda al centro regenerado, de edificios estilizados y malecón de adoquines que se dibujan como un espejismo sobre un gran lienzo: el río Guayas.
Doña Lucía prefiere contemplar su casa de roble carcomido. “Ya tiene más de 100 años y aún sigue en pie. Aquí hay casas viejísimas, con mucha historia”.
El camino se abre como un abanico. Escalones de 10, 40, 50 y 20 centímetros de alto, suben y bajan en un laberinto sin fin que marca la ruta.
Sentada en un mesón, Marisol Banchón mira a la gente que pasa junto a un portón verde coronado con una estrella de hierro. Es la entrada al escalón 95, rumbo al faro anclado en la cúspide de las escalinatas de Las Peñas.
Ella vive en la frontera que divide al cerro en dos, ese límite de villas atrincheradas en medio de cordeles que se balancean con la brisa y fogones que en las tardes huelen a chuleta. “Allá está todo bonito y arreglado. Pero aquí vivimos identidad guayaca”.
Tercer callejón Santo Domingo. El sol de la tarde traza sombras que se escabullen entre las rejas oxidadas. La risotada de una mujer gorda rompe el silencio en este paso zigzagueante.
Ahí es donde el cerro se desnuda, indiferente a la virgen de porcelana que custodia al vecindario desde su gruta. Poco a poco se despoja del cemento gris y luce su piel de tierra colorada.
Cada esquina de ese callejón alberga los cuentillos del barrio: la traición de la esposa, los espíritus que rondan por las noches, el amor entre dos jóvenes…
Cada esquina también está marcada con afiches descoloridos de políticos de apellidos conocidos que solo van al cerro en época de campaña.
Junto al portal 707, Reina Sangurima retrocede el tiempo. “Es toda una vida. Por eso de aquí me bajan solo muerta”. Entonces se encomienda a la virgen y a los 11 ángeles que la cuidan.
Segundo callejón Rocafuerte. Con pico y martillo, dos hijos del cerro hurgan en sus entrañas descoloridas.
Para Tula Briones y su hijo, Alberto Maquilón, el cerro se volvió de ceniza y hollín. “El fuego se llevó todo hace un mes. Una vecina nos dio posada, pero como dice el dicho a los tres días el muerto ya apesta”, dice el joven, mientras evoca esos días difíciles por esa desgracia.
Hace seis años vivían en las escalinatas de Las Peñas. Pero la casa de madera y caña donde nació se desvaneció. Sobre sus ruinas se levantó un mirador con banquitas y glorietas verdes de metal frío. “Nos sacaron por la regeneración. Nos quitaron nuestra vida”, dice doña Tula.
Cerca, el ritmo de una tecnocumbia resuena en un estrecho pasillo. De las altísimas murallas que lo limitan se destilan grafitis multicolores y un olor que aletarga. ‘Los más propios del 2do’. Es el mensaje que dejaron los muchachos del callejón.
De bajada, las escalinatas Santo Domingo huelen a dulce y a guineo pintón. Chocolatines y chupetes, caramelos y galletas, maracuyá y mandarinas se apilan en cajetines de madera.
Bajo la sombra de un amplio parasol, don Vicente Sánchez ofrece las golosinas a los niños que juegan al trompo o que corren tras una pelota remendada. “Soy ambateño de nacimiento, pero guayaquileño de corazón. Llegué aquí en 1960 a vivir en un chalet de caña”, explica, mientras cuenta los centavitos de la venta del día.
En ese año puso su primer puesto junto a la puerta de la iglesia de Santo Domingo. Ahí vendía los caramelos de bola, los chocolates de platillo y los confetis limber en dos reales.
Don Vicente ha sido testigo del cambio de Guayaquil. Vio cómo los monstruos de brazos metálicos formaron los túneles y las salpicadas de color sobre Las Peñas. “Fui subiendo y subiendo… ya desde aquí toca dar el adiós”.