Una sala de redacción es, a veces, un campo de batalla. La adrenalina de publicar un tema delicado, la carrera contra el reloj, y la búsqueda del dato preciso hacen que los ánimos se enciendan y los reclamos, las presiones y los llantos no sean ajenos.
A Carlos Mora nunca le hizo falta alzar la voz. Ni para pedir un cambio de eje en un reportaje, ni para evidenciar que la nota tenía errores. En el mundo del periodismo, donde muchas veces la parafernalia intelecto-viril que acompaña a las jefaturas hace que el poder se reafirme vociferando, Carlos fue un editor que nunca gritó.
En los casi 17 años que lo conozco nunca lo vi optar por el camino de la violencia -o la insolencia- para resolver los conflictos propios de este oficio. Nada logró que Carlitos -como lo llamamos el 99% de la redacción- perdiera la calma.
Para corregir o para mediar una discusión le bastaba con explicar sus argumentos con ese tono sereno y pausado que lo caracteriza.
Esa es la razón principal por la que haber empezado a caminar por este oficio de su mano fue crucial para decenas de periodistas.
Enseñaba, con el ejemplo, que el respeto no se impone, se lo gana; que todo redactor tiene una fortaleza y hay que aprovecharla; y que si estamos en este medio es nada más que para servir.
Con la noticia no alcanza
El periodismo que Carlitos enseñó buscó siempre desenfocar al poder y darle el micrófono a la gente. Más allá de la cifra y de la estadística que todo reportaje bien hecho debe tener, el periodismo debe mostrar rostros. Ir y ver lo que otros no ven. Ir y preguntar lo que nadie más pregunta. Sin historia no hay nota, repetía.
El periodismo acartonado es fácil, me dijo una vez. La crónica, la que es capaz de hacer llorar y sonreír, la que consigue poner de punta los vellos, esa es a la que le debemos apostar. Solo así vale la pena.
En 2005, cuando por primera vez pisé una sala de redacción, Últimas Noticias (ÚN) era un equipo de unas 30 personas y Carlos Mora era el segundo al mando.
En ese entonces, cuando un reportero terminaba de escribir una nota, la imprimía y se la entregaba al jefe. Carlitos tenía un esfero rojo con el que corregía los textos: desde errores de tipeo, hasta notas mal planteadas. Cansada de que mis páginas parecieran mapas, le pedí que me enseñara, y a pesar de tener cientos de responsabilidades y de trabajar desde las 07:00 hasta las 20:00, me dijo que sí.
Todas las tardes, luego del almuerzo, nos sentábamos en la sala de reuniones del diario, junto a un pizarrón. Con libro en mano, me enseñó a titular, a escribir entradas que engancharan, a no caer en lugares comunes… Y no fue así de generoso conmigo porque fuese su consentida. De hecho, no lo fui. Carlos trataba con ese mismo interés, respeto y cariño a todos.
Quizás por eso los periodistas que trabajaron con él aprendieron a ver más allá de la noticia.
Para palparlo, basta con leer las crónicas de Betty Beltrán, María Carvajal, Ana Guerrero y las de Javier Ortega, quien fue secuestrado y asesinado junto con otros dos compañeros del Diario por el grupo armado Oliver Sinisterra, en marzo del 2018. Carlitos fue el editor que se puso al frente de los eventos y plantones que se organizaron para pedir justicia por la muerte de nuestros compañeros.
En abril pasado, cuatro años después del secuestro, Carlitos, con una vela en la mano, fue el único editor presente en la vigilia que se organizó al pie de Carondelet.
Sus alumnos…
A Esteban Ávila, director de la Radio Redonda, le enseñó a manejar el oficio con respeto. Lo recuerda como un líder discreto, pero efectivo. Está seguro de que su aporte fue clave en la construcción de la identidad del vespertino.
En el proyecto de Vecinos Reporteros, Estéfano Dávila, director de República Tecno, aprendió que el periodismo es una ventana para escuchar a la gente.
A Fernanda Zaldumbide, directora de Farola Comunicación con Propósito, le mostró cómo ser precisa con los datos y a tejer historias con pasión. Además, a tener calma en los momentos difíciles.
A Santiago Guerrero, editor de deportes de Primicias, le motivó a ser riguroso, a detenerse a pensar con cabeza fría y a entender que lo más importante siempre es la familia. La lista es interminable. Todos concuerdan en algo: la enorme humildad de Carlitos.
Todo lo que sé de periodismo me lo enseñó él, y se lo he repetido en tantas ocasiones que me arriesgo a que la frase pierda fuerza, pero es verdad. He trabajado con 17 editores, y de todos he aprendido; de algunos, incluso cómo no quiero ser. Pero el alma de mi periodismo nació de una semilla de Mora.
Su trayectoria
Entró a Grupo EL COMERCIO en 1997 y en 2009, a sus 34 años, fue nombrado editor general de ÚN.
Estudió Comunicación Social en la U. Central y sacó diplomados en Nuevas Tendencias del Periodismo (UTPL) y en Gerencia y Administración de Medios en la U. Andina. Pero, además, tiene un doctorado en humor. Sus titulares eran capaces de hacer reír a carcajadas a cualquier lector. El juego de palabras, la creatividad con respeto y las ocurrencias no solo le dieron alma a Últimas Noticias y a su edición del Día de los Inocentes, si no que rompían la tensión propia de una redacción y provocaban risas entre quienes tuvimos la suerte de sentarnos cerca de él.
Carlitos es, además, un contador de historias. No solo por las crónicas que escribió y que le hicieron acreedor del segundo y tercer lugar en el Concurso Nacional de Periodismo Jorge Mantilla Ortega (2002 y 2004), sino porque cada almuerzo era una nueva anécdota.
No sé cuántos años almorzamos juntos en el Diario. Quizás fueron ocho, 10 o 12 (no tengo una memoria privilegiada como él). Pero cada vez, Carlitos nos llevaba a quienes compartíamos con él la mesa a pasear por su natal Tulcán, a acompañarlo en su época de músico, a conocer a su abuela Digna, que se inventaba palabras y que amaba el carnaval…
Su memoria afilada hacía que mencionara a amigos de la infancia, profesores, compañeros… con nombre y apellido. No recuerdo la fecha en la que entré a este Diario, pero no olvidaré que el viernes 13 de mayo de 2022 fue el último día que Carlos Mora -mi maestro y mi amigo- dejó la redacción. Te despido de pie y aplaudiendo como solo se despide a los grandes. Alzando el brazo y con un canto que pocos entenderán: ¡No se vaaa, no se vaaa, Carlitos no se va!