La Victoria es un pueblo colombiano que se halla en una ceja de montaña. Es la puerta a la Amazonía del vecino país.
Por eso en el camino lastrado –8 kilómetros lo separan del vecino El Carmelo, en Ecuador- abundan helechos, alisos e incluso polylepis (árboles de papel).Las casas de tonos intensos (verdes, azules y rosadas) circundan una amplia plaza de tierra. Son viviendas de dos pisos y balcón volado. La iglesia anaranjada, dedicada a San José, es grande como una casona de hacienda.
Antes de venir a esta población, que se halla en los dominios del Frente 48 de las FARC, consultamos en El Carmelo: “No vayan, es un riesgo, hay muchos secuestros”, dice Rommel Rosero Revelo, técnico del Ministerio de Agricultura. Él, en la mañana del pasado viernes, dirige la siembra de árboles nativos en el parque, en el que se destaca el busto del sar-gento Luis T. Hernández, quien ofrendó su vida en El Maizal, Alto Cenepa, en febrero de 1995. 130 estudiantes de la aldea participan en la siembra.
“Mejor alquilen un jeep, es más seguro”, es el parecer de Luis Rufino Álvarez, de 72 años, dueño de una surtida tienda, localizada en el parque de El Carmelo, a 37 kilómetros al oriente de Tulcán.
“Vayan pero vuelvan pronto, los de las FARC siempre andan por la selva, a veces se oyen tiros”, dice un soldado bisoño del retén ecuatoriano, quien porta su fusil FAL en bandolera. Vencimos al miedo y nos aventuramos a La Victoria.
Llegamos. La gente no quiere hablar. Algunos apenas mueven las cortinas para mirar a los forasteros. Pido al chofer de la camioneta que me deje en una tienda, donde tres hombres charlan. Presento mi credencial y Luis López, secretario del Instituto Educativo La Victoria, saluda: “Bienvenido hermano ecuatoriano, aquí pese a la bronca seguimos pa’lante”.
El pueblo está rodeado de una cadena de colinas de exuberante vegetación. Allí es el refugio de la guerrilla. “De vez en cuando vienen a festejarnos (a echar bala)”, sostiene Onésimo Betancourth, dueño de la tienda. Tiene 66 años y cuatro hijos. Toda la vida ha pasado en La Victoria, vereda o corregimiento de Nariño, fundada en junio de 1917.
Los apellidos son similares a los de los ecuatorianos de la aldea vecina: Quiroz, Tulcán, Males, Meneses, Álvarez…
Luis y Onésimo coinciden en que existen fuertes lazos familiares entre los dos pueblos. “Se visitan todo el tiempo, dos o tres veces a la semana, los de allá (El Carmelo) traen alimentos, gas y gasolina y La Victoria ofrece ropa más barata (un 50% menos) que viene de Ipiales”, dice Luis.
Incluso los dos pueblos celebran juntos las fiestas de El Carmen, el 16 de julio. Dos orquestas de Ipiales animan los bailes, hay novena y una rica comida típica. No faltan los partidos de micro (indorfútbol) de los jóvenes. “Nos encanta ir a El Carmelo, pero allá los soldados nos piden el pasado judicial”, se queja Onésimo.
Luis cuenta la causa de la unión: hasta 1916 El Carmelo era colombiano. “Cedimos a Ecuador a raíz del tratado Muñoz Vernaza Suárez. Colombia llegaba hasta San Gabriel, por el tratado perdimos mucho”. “Nosotros cedimos vastas zonas amazónicas”, respondo. Los vecinos desmienten y la discusión queda en tablas.
En la fachada y en un vidrio de la casa-tienda (habitada en el segundo piso) se aprecian cinco agujeros de fusil. “Aquella noche de zozobra, hace dos meses, hubo zafarrancho por el hostigamiento de las FARC y los policías dispararon por todo lado, hirieron a dos chicos que charlaban en esta esquina”, explica Luis y señala una casa rosada.
Cruzando la plaza se levanta el cuartel de Policía. Es una casa grande, blanca, de tres balcones de hierro. Decenas de costales verdes llenos de arena, están apilados en torno al cuartel; los han colocado para protegerse del asedio de la guerrilla. En otras casas también se ven las huellas de las continuas balaceras.
¿Qué pasa con el Ejército? Carlos Burbano, un chico de 24 años, responde que los soldados a veces vienen, vigilan y se van. Burbano ha perdido su empleo en una fábrica de quesos. “Toda la leche se lleva a Ecuador, aquí es barata”.
Carmen Vallejo Erazo, esposa de Onésimo, dice que un nieto les acompañaba la noche de la balacera. Mientras arregla unos envases de Pony Malta, añade que en el pueblo viven 2 800 personas. Y en la zona rural, 9 000. “Somos gente pacífica, dedicada a la ganadería y agricultura, cultivamos la papa chica (amarilla) y la guata (parejita y gruesa), el intercambio comercial con los vecinos de Ecuador es intenso”.
Antes de partir, Carmen pide que vayamos a la iglesia a despedirnos de San José. “El santito es el guardián de esta casa acosada. Él nos protege”. Cumplimos su pedido. Caminamos por la plaza, siempre vigilados por los policías, listos con sus fusiles.
La iglesia, de vitrales y un tumbado de fina caoba, está vacía. Un inmenso y risueño San José carga en sus brazos al Niño Jesús.