En la 9 de Octubre suenan sus voces

Guayaquileños destacados. La galería de presidentes del Club Metropolitano está llena de personajes.

Guayaquileños destacados. La galería de presidentes del Club Metropolitano está llena de personajes.

El pito sincronizado de los autos, el murmullo de las conversaciones de 30 segundos bajo la luz roja del semáforo, el taconeo sensual de las mujeres, el ronroneo de la vieja buseta, la 11.

Son los latidos de la 9 de Octubre, la avenida emblemática del centro de Guayaquil. Por sus adoquines de arcilla rojiza desfilan batallones de hombres y mujeres. En el bullicio, una carcajada los obliga a mirar hacia atrás.

La picardía de Elmo ‘El Cura’ Suárez rompe la rutina de los transeúntes en la esquina de Boyacá y 9 de Octubre. “Antes Guayaquil era pequeña. Solo había unos 500 habitantes. Ahora hay como tres millones, entre serranos, negros, manabas'”, cuenta este guayaco de 81 años.

Todos los días, en los bancas metálicas de la zona urbana regenerada, El Cura y sus amigos se reúnen para revivir al Guayaquil de 1940 con sus anécdotas de Boca 9, uno de los barrios más representativos de la época.

Víctor Madero Yépez, un contador de cabellera blanca como su camisa, recuerda que el Guayaquil de antes solo llegaba hasta las calles Machala y Gómez Rendón; y de Rocafuerte hasta Las Peñas. “No había adoquín ni cerámica, solo cemento. Tampoco tanto negocio, solo unos cuantos comedores y los soda bar”.

Las vitrinas de neón y las estanterías de los almacenes de electrodomésticos que vibran con el reggaetón reemplazaron al restaurante Flamingo, por donde pasó Julio Jaramillo, a la fuente de sodas Roxy, al Milco, al Bongo Soda, al salón El Rosado, rincón de los enamorados.

La imagen de aquel Guayaquil parece que se refleja en los ojos de Enrique Moscoso Figueroa, otro muchacho que creció en Boca 9. El dueño del bastón de madera ha escuchado cientos de historias de las kermeses.

Boleros, salsas, cumbias eran el repertorio de las orquestas que visitaron Boca 9: Blacio Junior, Tropical Boy y otras internacionales como la Billo’s Caracas Boys con su ‘Pasito tun tun’.

“En ese tiempo las chicas se ponían vestidos con crinolinas y los hombres los pantalones bombachos. Después vinieron los ‘tubitos”, cuenta don Enrique.

En los años 40, cada esquina de 9 de Octubre era un barrio. Peicor, Cóndor 9, Cóndor Soda, Boca 9, La Maldita' “Ese estaba lleno de malditos”, bromea ‘El Cura’. Y seguían' Santa 9 y otros más. De los 200 miembros de Boca 9, entre médicos, deportistas y políticos como León Febres Cordero y Jaime Roldós, hoy solo quedan 10 robles, como Suárez, don Enrique y don Víctor. “Esa bendita viagra está matando a los muchachos' Por eso yo no la tomo”, sonríe El Cura.

Sobre la vereda de Boca 9 una placa dorada destella. ‘Club Metropolitano, fundado en 1909’, reposa bajo el portal 612. Junto a las escaleras, un espejismo marrón fascina. Hombres de saco y corbata, bigote y espejuelos posan junto a las mesas con manteles blanquísimos. Es la foto del primer club, en Córdova y 9 de Octubre. Ahora, en el segundo piso del nuevo edificio, reposan en la pared los retratos de Lautaro Aspiazu, Teodoro Maldonado Carbo, Enrique Ponce Luque, Otto Arosemena, parte de la galería de presidentes del club que hoy tiene 194 socios.

Cerca, en el salón de juegos, las cartas caen sobre la mesa. Un as, una J, y un siete de diamantes. Es un duelo de 40. “Este club es solo de hombres. Aquí conversamos y jugamos un poco”, cuenta Jorge Arosemena, uno de los presidentes del Metropolitano.

Desde el balcón del club la 9 de Octubre late con fuerza. Las luces se encienden y, a lo lejos, junto al parque del Centenario, el canto de una rocola pasea entre las 30 mesas del Club de Trabajadores del Guayas.

Un espejo de bronce, empañado por los años, es el cuadro del negocio de Martha Miranda Berón. “La chuleta con chifles es el plato fuerte. Es una tradición, así como este lugar del recuerdo”.

Su tío, el hombre de mirada profunda colgado en una pared, fue presidente del club, creado en 1896. “Antes la ciudad era chica. Todo ha cambiando, menos la sazón de las chuletas”.

Ahora, cada esquina de la 9 de Octubre es un sitio de paso. En la calle P. Ycaza resuenan los voceadores de lotería, en Escobedo corretean los niños lustrabotas, en Luque estremece una voz de rayo: “¡Dios tiene la llave de la vida y de la muerte!”, grita una mujer.

En las bancas de Boca 9, los muchachos se despiden. Don Enrique, el contador Madero y El Cura, como lo bautizaron desde los 9 años cuando le pegaron un chicle en la coronilla, esperan regresar otro día. “Ya mismo nos vamos del barrio de los acostados (sonríen)' el cementerio”.

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