Llegué a Guayaquil a los 10 años. Y lo que más me llamó la atención fueron los cargadores de agua. Llegamos desde Tenguel al Cristo del Consuelo.
No había calles asfaltadas ni tanqueros. Nos íbamos a bañar en el estero Salado, que entonces era muy limpio. También iba al barrio Cuba a pescar bagre.
En el Guayaquil de entonces encontré la sencillez que tenía en mi campo.
El parque Forestal era el lugar de encuentro dominguero, del paseo en familia. Son esos detalles que me hicieron enamorar de Guayaquil.
He visto su transformación pero el modernismo, la tecnología le ha quitado ese toque romántico, natural, rodeado de mucha naturaleza.
Es una verdad penosa, pero el guayaquileño no tiene identidad por falta de una cultura ancestral. Después de Guayas y Quil no existe cultura propia a más de la guayabera que, en mi caso, la uso regularmente.
Se debe quizás por ser ciudad puerto. Se debe sembrar una identidad metropolitana de la que el guayaquileño se sienta orgulloso, más allá de su modernismo.
La identidad del guayaquileño es de trabajo, de progresar pero esa es también la identidad de toda la comunidad progresista del mundo. Pero identidad cultural no existe en el guayaquileño.