Un puñado de casas se asienta a los costados de las calles lastradas de la comuna Los Ranchos, en la parroquia Crucita (Portoviejo). Allí viven pescadores artesanales. El ambiente es de tristeza. Los fuertes vientos se dirigen al noroeste en esta época y mueven los techos de zinc de las 25 casas que fueron remecidas por los huracanes, hace 14 días. Esto provocó la muerte de José Mero, de 46 años, y Carlos Javier Mero (18), hijos de esa caleta de pescadores.
Una de esas viviendas se levanta al final del callejón Jesús del Gran Poder. Allí vivieron hasta hace dos semanas José y su hijo Carlos Javier. La arena llega hasta las calles; sin embargo, los vecinos caminan despacio para evitar el fango, formado por las fuertes lluvias.Padre e hijo, pescadores artesanales, fueron las víctimas de Los Ranchos. Ambos murieron ahogados cuando quedaron a merced de olas de más de cuatro metros de altura y vientos que pasaron, a 45 kilómetros por hora, la costa manabita. José y Carlos Javier se embarcaron en la lancha ‘Guadalupe’ la tarde del 19 de abril. Fueron a sus faenas de pesca y no retornaron vivos. “Eran las tres de la tarde”, recuerda Blanca Arteaga, la segunda esposa de José. “Dame bastantito arroz con habichuela, no sé, pero tengo mucha hambre, tengo que llenar bien el buche (estómago) para soportar al mar”, fueron las últimas palabras de José antes de lanzarse al océano, dice, Blanca. Ese día, recuerda, salieron a faenar, a las 16:00, cuando el mar mantenía su color turquesa y el sol se reflejaba en el océano.La mujer está débil. Tuvo un principio de aborto, luego de que los cuerpos de José y Javier aparecieran flotando el 25 y 26 de abril frente a la playa de Crucita y Los Ranchos. Ahora, ella yace sobre una cama de dos plazas, ubicada en un rincón de una habitación de 3 x 3 m de la vetusta vivienda. No deja de mirar las fotos del ausente. Busca en una funda plástica las partidas de nacimiento de los tres hijos de José. Dice que crió a los dos varones; a la niña se la llevó la mamá a Venezuela.La desnutrición es evidente en Blanca. Confiesa que desde que José y Javier salieron en busca del sustento y no regresaron, apenas se alimenta. “En el hospital de Portoviejo, los médicos me dijeron que tenía síntomas de desnutrición”. Camina lento.Tiene cinco meses de embarazo, espera el tercer hijo que procreo con José. Además vivió con dos entenados, los hijos de José.Blanca es oriunda de la zona de Don Juan, una caleta de pescadores del cantón Jama (norte de Manabí). Se unió con José apenas se conocieron. Hace cinco años. Fue amor a primera vista. “Simplemente, José llegó un día de pesca y me propuso que me fuera a vivir con él y acepté”. Al recordar cómo la consentía, solloza. Extraña a José. También lloran sus siete hijos, los cinco hijos del primer compromiso, y los dos que procreo con José.De pronto todos, miran hacia una caja de madera rectangular de 50 cm de ancho por 90 de altura. Esperanza, de 13 años, una de las hijas de Blanca, dice que sintió dos días después del entierro que José llegó a la casa en busca de algo. “Se movía por el sitio del cajón”, recuerda. Allí están las pertenencias más preciadas de José: una brújula, varios aparejos de pesca y algunos anzuelos. En la salita de la casa, sobre una mesa de madera, se vela una foto de José junto a estampilla de la Virgen de Monserrate. Él la amaba. Era su devoto. En el patio exterior, detrás de la habitación de paredes de ladrillo que José compartía con Blanca, se percibe un olor intenso, sale de un corral donde cría cuatro cerdos. “Vendemos los chanchos, con eso nos ayudamos en algo, tendremos que seguir engordando más animales, ahora ya no habrá quién nos traiga la comida”, dice Eduardo, otro de los hijos adolescentes de la viuda.Los vecinos de José se lamentan. “Era muy jovial y alegre”, dice Bernarda Pinoargote, moradora del callejón Jesús del Gran Poder. “Se tomaba sus traguitos, como todo pescador, no hacía relajo”. El pasado miércoles, José fue enterrado por segunda ocasión. “No cabía en la caja, se encargó a un carpintero de la localidad que elaborara un féretro de mayores proporciones”, recuerda Eliseo Mero, padre de José. Él llora. “Ser pescador es un oficio sufrido, cuando uno sale a faenar lo único cierto es que no sabe si regresará”. El olor a sardina invade la playa del pueblo. Los Ranchos conserva el espíritu rústico, propio de los sitios donde descansan los pescadores. Todo gira en torno a la pesca. Hombres, mujeres, ancianos y hasta niños limpian los peces, que luego son vendidos a las empresas procesadoras en Manta. Byron Cedeño es comerciante de pescado. Califica a José de buen trabajador. “Lamentablemente lo que el mar te da a veces con facilidad te puede cobrar caro, en este caso la vida”. Blanca se acerca a una vereda de tierra. Mira al mar que se llevó a su José. Los hijos hacen lo mismo, como si esperaran el retorno de José y Carlos Javier, con la lancha y la red llena de pescados y su amplia sonrisa.