El Guayaquil que conocí cuando empecé a frecuentar la ciudad era un poco desorganizado, caótico en algunas calles, pero igual atractivo.
Las casas antiguas le daban un toque especial de romanticismo, de ciudad coqueta. Desde los 16 años empecé a venir a Guayaquil. Entonces no había terminal terrestre. Los buses de Los Ríos llegaban al Parque Chile. Los mercados eran desorganizados y las legumbres y las frutas se vendían en plena calle, en medio del lodo.
Un sitio que no se podía dejar de visitar era el Malecón, pese a que no tenía las seguridades ni la modernidad de ahora. Familias enteras lo frecuentaban para pasear.
Cada vez que venía encontraba un cambio. Es desde los últimos 10 años que radico de manera permanente aquí, y en todo este tiempo he visto cómo se ha desarrollado vertiginosa, moderna. La ciudad ha cambiado y sigue cambiando todos los días. Eso invita a ser parte de ella.
No solo es el embellecimiento de su parte central o turística. Es el cambio que se ve en toda la ciudad. Ahora el suburbio tiene otra cara, fruto de la regeneración urbana y de un trabajo organizado.
A mis 61 años veo un Guayaquil limpio, que está buscando rescatar el estero, que fue un sitio donde la gente se bañaba y ha estado olvidado.
A Guayaquil lo siento como haber nacido aquí. Esta ciudad me dio un trabajo, me permitió terminar de criar a mis hijos, de darle el alimento y el sustento a mi familia.
Del guayaquileño, en todos estos años, lo que más me ha gustado es su espíritu solidario, amable, de ser persona de trabajo, que no desmaya en su meta de salir adelante.