María Rosa Cadena (en la camioneta) es de Chimborazo y vive en el sector El Vecino de Cuenca; vende agua de coco. Foto: Xavier Caivinagua / EL COMERCIO
El agua está empozada en el patio central de tierra de un lote ubicado en las inmediaciones de la terminal terrestre de Cuenca. Alrededor se levantaron más de 30 habitaciones de madera vetusta, donde viven 20 familias de indígenas de Chimborazo.
María Rosa Cadena, de 35 años, dejó en el 2008 su comunidad de Yaruquíes, a 20 minutos de Riobamba. Su deseo fue encontrar un empleo para mantener a sus cinco hijos. En su pueblo no había trabajo y con su esposo optaron por radicarse en la capital azuaya, porque sus amistades decían que había trabajo. Ahora, se dedican a vender agua de coco.
Ellos arriendan dos cuartos con piso de tierra en USD 140 al mes. La primera habitación sirve como cocina y bodega para almacenar los 200 cocos tiernos que usan cada semana. Su puesto está ubicado a dos cuadras de la terminal.
En el otro cuarto duermen los siete integrantes de la familia. Cadena se lamenta por las escasas ganancias. En un día bueno obtiene USD 20, “que no alcanza para la comida, arriendo y estudio de mis hijos”.
Sus vecinos como María Juana Chimbo también se dedican a vender fruta. El sector de la terminal terrestre, Feria Libre de El Arenal, El Vecino, 9 de Octubre, San Blas, 10 de Agosto y otras zonas céntricas son los barrios donde más se radican los indígenas provenientes de la Sierra Centro, en especial de Chimborazo.
De acuerdo con una investigación del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), allí viven 316 personas provenientes de esa provincia, que cambiaron su residencia a la capital azuaya.
Es la segunda etnia indígena que vive en la ciudad detrás de los 429 saraguros, pero estos últimos están en una mejor situación económica.
Los saraguros prefieren grandes casonas con varios patios y baños compartidos con más de ocho familias. En esos espacios también conviven indígenas de Cotopaxi y peruanos, según un estudio del Municipio.
La familia de Cadena se levanta temprano para bañarse en agua fría por pocos minutos o para lavar la ropa, porque comparten el baño y una llave en un tanque de cemento.
A dos cuadras vive Ramón Auquilla, de 37 años, quien llegó hace dos décadas de la comunidad de Cacha (Chimborazo). Lo acompañaron su esposa Nicolasa Morocho y sus hijos Lupe y Juan Darío. Ellos se dedican a la venta ambulante de cauchos para automotores.
En una vieja casona habitan con otras 20 familias. Los Auquilla rentan una habitación por USD 60 al mes. “Estamos bien porque esta ciudad nos acogió y pese a las limitaciones económicas vivimos tranquilos”, dice Morocho.
Para ella, no es problema compartir el baño, porque se turnan para usarlo y limpiarlo. Colocaron un candado para que los extraños no lo usen.
También están acostumbrados a vivir en un espacio reducido y cuando desean preparar un cuy, como la tarde del miércoles pasado, ocupan el patio central. “Es el mejor plato para nosotros”, cuenta Morocho.
Según el sociólogo, Marco Salamea, estas familias indígenas llegaron, porque en sus comunidades no hay muchas oportunidades para trabajar y en Cuenca se acostumbraron a vivir hacinados porque no tienen el dinero suficiente para cubrir sus necesidades básicas. “Su vida no mejoró”.
En las calles Larga y Tarqui, en las inmediaciones del mercado 10 de Agosto, también hay indígenas de la Sierra centro. Desde ese barrio, María Morocho, de 27 años, sale a diario a las 07:00 con su carretilla donde transporta manzanas, naranjas, mandarinas… para venderlas en toda la ciudad.
Ella recuerda su niñez y adolescencia cuando no tenía qué comer en su comunidad Pal (Riobamba) de la que salió hace siete años. Dejó la agricultura para buscar trabajo en la capital austral.
No fueron fáciles los primeros meses, porque le daba recelo vender frutas ante personas extrañas. Además, casi no tenía dinero para comprar los productos y la carretilla era pesada. “He mejorado en algo y, por lo menos, gano USD 20 al día”. Su deseo es vivir en un lugar cómodo y que sus hijas tengan más oportunidades.