Desde mi nacimiento, hace 45 años, crecí en Urdesa. Era una zona lindísima, llena de manglares. El cerro estaba lleno de cedros. No se podía salir al patio por temor a las culebras y a los zorros. Era otro Guayaquil.
La gente era mucho más amable. El transporte público, al pasar por las casas, pitaba para ver si la gente salía al centro. Urdesa hoy es zona roja. En mi juventud hubo que poner muro en la casa. Ahora vivo en Ceibos Norte.
La falta de seguridad es inaceptable. No podemos acostumbrarnos a vivir así. De niña, con mi papá, íbamos de noche al Mercado Central. En el carro comíamos chirimoyas sin ningún temor. Si ahora fuera al mercado a las 20:00 a comprar frutas, correría riesgo de que me robaran.
Yo amo a Guayaquil intensamente. Es un imán para quienes buscan oportunidades, aunque también con mucha gente pobre.
A Guayaquil hay que quererla y sentirla como propia. Mucha gente la está viendo como un lugar donde trabajar pero sin ese cariño.
Una vez escribí que Guayaquil es amarilla, pensando en su Barcelona, en su PRE, en su cerveza y en su riqueza. Es casi como un carnaval cuando está bien, pero puede ser muy violenta, cruel. Eso lo vivimos hace poco.
El guayaquileño es franco, a veces exageradamente. Muy dado a la fiesta, al humor, a los sobrenombres. A veces se descarrila al oportunismo. Somos un poco ostentosos, pero buscamos la alegría, el bienestar nuestro y de los que queremos.