Amanece y un bolero vibra en las calles del barrio Cuba. La voz grave del vocalista anónimo hace eco en los viejos portales de esta zona sur de Guayaquil.
Sobre el cemento frío de las veredas en la madrugada se dibujan cientos de huellas húmedas. Su rastro apunta hacia el muelle del mercado Caraguay, la última estampa de la ciudad porteña colgada a orillas del río Guayas.
Entre pinceladas, la marea descubre a cangrejeros y pescadores, navegantes y jaiberos.
Frente a las escalinatas que se diluyen en el Guayas, ahí donde los estibadores desayunan café en viandas, pan y pescado, las canoas multicolores aguardan ansiosas a sus navegantes. Se agitan con fuerza, el río las mece.
Narcisa, Manuela, Dolores, con curvas de madera, están listas para llevar a los cangrejeros a los manglares de Santo Domingo y Puerto Roma. O para dejarse llevar por los canaletes hacia la Santay, esa isla verde, espejismo del Guayaquil de antaño.
Colchones, cajas con frutas, cervezas y cuadros de la Virgen del Socorro reposan en el atracadero. Esperan la hora de zarpar.
En las entrañas de la Caraguay, entre el eco del cuchillo afilado y el revoloteo de las negras de manglar que buscan camarones, el muelle de cemento se disfraza. Se viste de largo laberinto de tablas rechinantes que conducen hacia el otro atracadero.
A lo lejos, las lanchas Ginebra I y Gabriela se mecen plácidamente. El vaivén de su figura de mujer robusta seduce a los navegantes que sueñan con la Puná.
Poco a poco, los pasajeros avanzan. El cántico de cerdos agonizando y el olor a sangre erizan la piel. La pared del muelle colinda con el camal. Pero basta con mirar al río para dejar todo atrás.
La Gabriela llegó a las 08:00 del miércoles, repleta con cientos de mejillones puneños. La Ginebra zarpaba a las 12:00, según las manecillas de la marea.
Mauro Castro es su capitán y la conoce bien. Sabe que es de puro guayacán y que tiene más de 50 años. Sentado junto a la mesita donde cobra USD 2,70 por el pasaje, recuerda que su padre creó la ruta Puná-Guayaquil.
“Yo era un muchacho. Mi padre era el capitán. Llevaba hartas almas”, cuenta el hombre de piel tostada y guayabera pulcra.
Su mirada no se despega de los cargadores que entre malabares llevan pesados bultos. Sacos con papas, cartones con tomates, fundas con limones, ramilletes de perejil y manzanilla copan las bodegas de la lancha, el sótano.
En la cubierta los pasajeros se acomodan en los asientitos de palo. Rosa, David Rodríguez, don Mocho y otros 20 se asoman por las barandas de la nave. A lo lejos, como un reflejo borroso, están el puente de la Unidad Nacional, el Malecón y los pocos astilleros que se resisten a morir.
En medio de la lancha una mujer bonachona vende almuerzos. De las paredes del cuartito, donde guarda su fogón, guindan sartenes y cucharones. “Soy Manuelita de Jesús Rodríguez. Hoy tenemos pollito y ensalada”.
El viaje es largo, son cuatro horas. Los platos pasan de mano en mano y las cucharas suenan.
Otros prefieren descansar. En la cubierta alta, Pablo Zambrano se deja acariciar por la brisa. Se recuesta para dormir, pero el grito de los vendedores lo alerta.
“¡Manzanas, uvas, maracuyá!”, vocea una anciana. “¡Aretes’ pulseras’!”, grita el vendedor de fantasías doradas. “Para el colesterol, vías urinarias, para el hígado, azúcar, gastritis”, repite el comerciante de pócimas mágicas envueltas en sobres de papel.
Para Esteban Lino , este tal vez sea su viaje ciento y pico, pero nunca llevó la cuenta. “Antes las lanchas eran de vela, a puro viento. Así como la Ginebra I”.
Rápidamente, el espacio se reduce. No hay donde poner un bulto más. Las puertas se cierran y 20 hamacas de colores y tejidas arman una fiesta en la cubierta.
Con fuerza, Daniel Silva ajusta una hamaca para su hija. “Este es el nudo marinero. Yo fui capitán, piloto fluvial. He sido carpintero y arquitecto’”, dice el hombre de las múltiples profesiones.
El ajetreo es intenso. Los cabos dejan de abrazar el muelle. El ancla se eleva. Las hamacas bailan, el motor ronca y el capitán se despide de Guayaquil.
Un Cristo de cartón es su brújula. El timón gira en sus manos y la Ginebra II le obedece. “El negocio está muriendo. La Caraguay es nuestro último puerto”.
Historias de mar y río en el atracadero
Con gotitas de agua dulce, el Guayas pinta las manos de Patricio Aponte. Cada madrugada este jaibero se sumerge en el profundo río, frente a la isla Puná. De sus entrañas arrebata los crustáceos de patas azuladas que exhibe a las 06:30 en el muelle de la Caraguay.
“Hoy cogí como unas 100, cada una cuesta un dólar”, dice mientras lidia con la amenaza de los animales que extienden sus largas tenazas para atacar.
El bullicio del mercado se pierde con la brisa. El silbido del Guayas envuelve los susurros de las parejas que se juran amor frente a los trasmayos anclados como cruces sobre el agua.
Doña Rosa Quimí es indiferente a los amores de puerto. Sabe que son efímeros. Tampoco le atrae el canto ronco de los hombres de río que entonan salsas y se mueven al compás. “Gitana, gitana…”, grita uno de los tantos. Para Rosa es rutina.
Desde las 05:00 la mujer de tez bronceada y cabellera larga se alista para descabezar camarones. Son cientos, tal vez miles. Son cuatro gavetas por día.
De pie, junto a un mesón curtido, la acompañan Elena Rodríguez y María Alarcón. A sus espaldas aguardan tres tanques repletos. Apenas son las 08:00.
En otro mesón reposa el guayaipe, la corvina dorada, el picudo. “Aquí el marisco es fresco, del mar a la Caraguay”, cuenta el comerciante David Hidalgo.
Conchas, calamares, pulpo, camarones y cangrejo se exhiben en bandejas, en la picantería Yorqui, uno de los 30 puestos de comida del mercado.
La bandera es el plato popular. “Tiene encocado, ceviche, encebollado, pata gorda de cangrejo, arroz, salsa. Es bomba”, dice el cocinero Ricardo Quinto.
Otra vez en el muelle, un hombre de melena larga pesa un pedazo de picudo blanco en la balanza. Este pez puede llegar a pesar hasta 800 libras.
El pescado llega de Manta, Esmeraldas y Santa Elena. El Guayas solo da bagres. En un palito sobre su hombro don Jacinto Flores exhibe los ‘ bigototes’.
Agachado, por el peso de sus 81 años, recorre el atracadero. “Bagre para estofado y caldo, para que sea inteligente”. Ese ha sido su grito por casi 50 años, un eco que se perdió cuando la regeneración llegó al Mercado del Sur. Ahí comenzó. Ahora espera el ocaso en la Caraguay.