El gran desastre que dejó el fenómeno de El Niño entre 1997 y 1998 no sirvió de mucho aprendizaje para las autoridades, en especial las seccionales.
Los habitantes siguieron construyendo sus viviendas en las zonas de riesgos, propensas a inundaciones o deslizamientos, porque están cerca de los ríos o sobre el filo de laderas o quebradas.
Lo hicieron con o sin permiso de las autoridades municipales. Incluso, esas construcciones se levantaron frente a sus ojos. Las inundaciones producidas este año solamente con las lluvias normales del invierno han dejado en evidencia a los municipios, pues fueron incapaces de frenar esos nuevos asentamientos. No hay ninguna provincia de la Costa ecuatoriana en la cual no haya poblaciones en peligro por las lluvias.
Ahora, casi 20 años después, tenemos a las puertas un nuevo Niño, del que se disponen las peores referencias: fuerte y destructivo.
Ante esas predicciones, hemos vuelto la mirada hacia esas zonas amenazadas, cuyos asentamientos bien se pudieron impedir con ordenanzas y decisiones municipales.
En cuatro quinquenios han pasado -por lo menos- cuatro administraciones municipales. La mayoría dejó “invadir” esos sitios.
El impacto de este nuevo Niño sería mucho menor con menos gente viviendo en estos sitios amenazados. Habría menos damnificados, menos daños a la infraestructura, menos dinero perdido… En el último Niño, 7 millones de ecuatorianos fueron afectados.
Las autoridades actuales comenzaron a ver cómo salvar a los habitantes. Algunos ya hicieron sus planes de mitigación y ejecutan trabajos previos para atenuar el impacto; otros están en ese proceso.
No tienen de otra. Sin embargo, eso demuestra que fomentamos más la cultura de la reacción que la de la prevención ante los desastres naturales. El Niño de 1997 fue una oportunidad para aprender y también lo será este nuevo fenómeno. La incógnita es si la sabremos aprovechar, sobre todo las autoridades municipales.