Desde hace tres días, Mariana Paredes limpia la ceniza que cubrió las plantas de maíz y habas que sembró en su chacra.La mujer trata de salvar algo de sus cultivos afectados con la última erupción del volcán Tungurahua, ocurrida el 28 de mayo.
Ella vive en la comunidad de Pillate, de la parroquia Cotaló del cantón Pelileo (Tungurahua). Habita una casa con paredes de bloque, columnas de madera y techo de fibrocemento. El pueblo está a 5 kilómetros en línea recta del volcán. El frío es intenso.
Mariana se levantó el lunes temprano para cosechar el maíz que se secó por la falta de lluvias y la ceniza que comenzó a caer hace dos semanas. José Sánchez, su esposo, la acompaña.
Mientras se internan entre las plantas de maíz de un metro y medio de alto, una cortina de polvo volcánico los envuelve.
No usan mascarilla para protegerse de la ceniza. Mariana lleva puesta unas gafas grandes de plástico, que en el 2006 le entregó la Unidad de Gestión de Riesgos. Una gorra de lana cubre su cabeza de cabellos entrecanos.El matrimonio cosecha las últimas mazorcas de maíz que aún quedan en las plantas amarillentas. “La mayoría del grano está podrido, es poco lo que se puede sacar”, dice la mujer
Desde esa comunidad ya no escuchan las explosiones. Solo se ve que una columna de vapor y ceniza sale del cráter del volcán. El viento arrastra a la nube con dirección al sur occidente. Minutos más tarde, la caída del material volcánico es inevitable en el pueblo habitado por 67 familias de agricultores y ganaderos.
En la mañana, Pillate se ve semivacía. Solo un grupo de niños juega con la ceniza que cubre las calles adoquinadas del pueblo de casas de bloque, madera y techos cenicientos.
Su abuela María Acosta se enoja y pide a los niños que ingresen a la sala para que jueguen. “Vivir aquí está difícil. Hay mucha ceniza y no tenemos trabajo”.
Cuenta que por la crisis económica que ha creado el volcán, los jóvenes salieron en busca de trabajo a Pelileo, Ambato y Quito. En el pueblo solo se quedó la gente adulta. Ellos trabajan en el cuidado de los animales.
A 200 metros está Carlos Rosero, envuelto en una nube de polvo blanco. El campesino sacude con una rama de eucalipto la hierba para alimentar a los 40 cuyes que tiene en dos jaulas de madera con ventanas de malla metálica.
Él las construyó a un costado de su vivienda de una planta cubierta con plásticos.
Desde la evacuación de agosto de 1999, Carlos no ha abandonado Pillate. Se queda a cuidar a los animales. Ni en la erupción del 2006, que fue la más fuerte, le sacaron del pueblo, dice
Su esposa Maruja Miranda lo apoya. La pareja tiene tres hijos, pero todos se fueron a vivir en Ambato. Están solos.
Al mediodía, Mariana y José terminan la cosecha. Lograron sacar medio costal de maíz. Mañana regresarán nuevamente a su chacra para finalizar la cosecha.