Hogar temporal en uno de los parques del cantón Bahía de Caráquez, en Manabí. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
El viento agita con fuerza la improvisada casa de Jéssica Vásquez. Con retazos de sábanas, plásticos y lonas publicitarias ideó, al igual que otras familias, su hogar temporal en uno de los parques del cantón Bahía de Caráquez, en Manabí.
Ahí ha permanecido durante 75 días desde el sábado 16 de abril, cuando el terremoto resquebrajó su casa de bloques ubicada en el barrio Astillero, muy cerca a un cerro que se desmoronó en parte y que ahora le atemoriza.
Así que adaptó su habitación momentánea en la glorieta central, donde siempre tiene conectado un televisor; la cocina está debajo de un árbol, su hijo de 10 años da vueltas en una bicicleta entre las banquetas metálicas y las carpas de otros vecinos y hasta destinó un espacio para sus mascotas: dos bóxers y un perico.
El mensaje de las autoridades gubernamentales es que todos los afectados se acerquen a los albergues establecidos para recibir alimentación diaria y resguardo militar. Solo en Bahía hay 500 personas albergadas (120 familias), según registros del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES).
Pero decenas se rehúsan. “No queremos ir a los albergues porque siempre hay que estar ahí, casi no dejan salir. Pero aquí podemos regresar a nuestras casas, darles la vuelta en el día y la noche; no queremos que los ladrones nod quiten lo poco que nos ha quedado después del terremoto”, cuenta Vásquez.
Con la suya son 16 familias asentadas en el albergue denominado Los Delfines. Casi al atardecer, los esposos Andrea Jiral y Yaeko Panda juegan con su hija Yeylana, de 2 años. Su risa inocente les hace olvidar por un rato que tuvieron que reducir su casa a una tienda de acampar, donde apenas entra un colchón, un balde con algo de ropa y algunos juguetes.
“Nuestra casa quedó en medio de otras dos que están a punto de caerse -cuenta Jiral-. Todavía no sabemos si nos ayudarán con el bono para reconstrucción y por eso estamos aquí. Con cada réplica se daña un poco más”.
El informe para la Reconstrucción y reactivación de las zonas afectadas por el terremoto del 16 abril, elaborado por la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades), calcula que hasta el 31 de mayo había alrededor de 80 000 desplazados en el país por pérdida o daño de sus viviendas tras el terremoto.
Andrea Jiral y Yaeco Panda descansa en una carpa con su hija en un albergue en Bahía de Caráquez el 30 de junio del 2016. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
En Bahía, los albergues se levantan en las aceras frente a las casas cuarteadas por el sismo, al pie del carretero de ingreso al cantón, en los parques, coliseos, estacionamientos y en el malecón, junto a los enormes edificios de departamentos que ahora lucen como rompecabezas incompletos. Se identifican con un trapo blanco, que flamea como bandera con la brisa del mar.
Otras diez familias eligieron el parque Ferroviario para vivir. Allí, junto a la escultura de un pequeño vagón sobre un riel, se concentra el área de cocina. Antes del anochecer, Dermida Zambrano preparaba el jueves la merienda (solo le alcanzó para un poco de arroz con algunos fréjoles).
“Los primeros días después del terremoto venían muchos voluntarios para donar alimentos y otras cosas. Ahora hay que tratar de conseguir lo que se puede porque ni siquiera hay trabajo”, se lamenta.
El turismo y el comercio son las principales fuentes de Bahía (que agrupa a unos 20 000 habitantes). Pero por estos días el trabajo escasea. Miguel Salvatierra trabaja de cobrador en uno de los buses que trasladan turistas y pasajeros, pero desde el terremoto perdió el empleo.
Ahora colabora con su esposa Janeth Chica en mantener su ‘departamento’ temporal, una covacha armada con cañas, plásticos y asentada sobre la tierra y hojarasca del parque. “Hay muchas hormigas -dice Chica-. También hay mosquitos; aquí ya algunos cayeron con dengue”.
En Jama, San Vicente, Rocafuerte, Canoa, en áreas rurales y otras localidades manabitas, los refugios se levantan al pie del carretero, justo frente a las casas fisuradas. Los afectados han sacado sus comedores, salas y dormitorios a la intemperie. Quieren estar seguros y a la vez no quieren abandonar sus humildes y deterioradas viviendas.