Antonio (izq.) y José Villa son artesanos de los ponchos salasacas. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
La confección de los ponchos que identifican a los habitantes de las comunidades indígenas Salasaca y Chibuleo, en Tungurahua, está en las manos de los últimos siete artesanos. Ellos mantienen la tradición de tejer por más de 150 años.
Para Antonio Pilla, en Salasaca, confeccionar el poncho color negro es todo un ritual y aún lo mantiene en su taller que tiene cinco telares.
La tarea comienza con el hilado de la lana de borrego. Esa actividad está a cargo de las mujeres en su tiempos libre. María Masaquiza, de 50 años, aprendió a hilar en el guango con su madre Juana.
En su casa, localizada a un costado de la vía Ambato-Pelileo, la mujer desprende la fibra apilada en un madero de 25 centímetros de largo y la convierte en un hilo delgado; luego lo envuelve con la mano derecha y un sigse.
Debe hilar cuatro kilos y medio de lana, para una prenda. Ese trabajo le toma un año o más y por ello un poncho llega a costar hasta USD 500.
Cuando los ovillos de lana están listos los envía a Pilla, que le confeccione un poncho a su marido Juan. Él lo llevará puesto en la fiesta de Finados en noviembre próximo.
Pilla, de 59 años, explica que en las ocho fiestas del año Salasaca, como los Finados, Inti Raymi, Paukar Raymi, El Caporal, Los Capitanes y otras, los priostes se engalanan al vestir trajes nuevos, especialmente el poncho blanco y el negro, que son los tradicionales y que le dan importancia a la persona en la celebración.
Martha Chango hila la lana que usará para elaborar la prenda tradicional. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
Pilla se toma cuatro días en el tejido de cada prenda y lo hace con mucho cuidado. “El poncho es celoso, debe hacerlo gente que sabe, caso contrario se daña o no sale bien”.
Martha Masaquiza, concejal de Pelileo, cuenta que el color negro es señal de luto tras la muerte de Atahualpa. “Antes en cada casa de los 8 000 habitantes había un taller, pero ahora quedan pocos. Los jóvenes ya no utilizan la vestimenta, por la migración a las grandes ciudades”.
De esto también sabe José Curi Caisabanda, otro de los artesanos de la localidad. Aprendió hace más de 35 años este oficio. Pero no lo teje para venderlo, sino para usar en las fechas importantes. En el telar que tiene en su vivienda de bloque y teja lo confecciona después de las labores agrícolas. “Vestir el poncho es algo importante para nosotros porque a través de esta prenda la gente nos identifica y así mantenemos viva nuestra historia”.
A 30 minutos, al sur de Salasaca, está la comunidad Chibuleo.
En esta zona de 3 000 personas, el 70% aún usa el poncho rojo con rayas de colores azul, blanca, amarillo y verde que se confeccionan en los últimos tres talleres del pueblo.
José Sisa usa hilos sintéticos para abaratar el costo de la vestimenta. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
José Sisa, de 50 años, es uno de ellos. Cuenta con alegría que el color rojo significa la sangre que derramaron sus antepasados durante la conquista. “Un artesano me enseñó a tejer. Yo armé el telar en mi casa, desde entonces hago los ponchos de la comunidad que cuestan USD 40. Los de lana USD 120.
José Sisa, un artesano de Chibuleo, confeccionan los ponchos rojos. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
“Lo importante es que los jóvenes están usando la prenda. Este auge apareció con las cooperativas de ahorro indígena”.