Minitren evoca la vida ferroviaria de Durán

Los hermanos Guillermo y Carlos Davis Asanza fuman como locomotoras a vapor. Apenas acabaron de instalar un minirriel, en la calle frente a su taller, y por sus labios ya ha pasado el tercer cigarrillo de la tarde.

Es solo un respiro antes del alboroto que causará uno de sus bienes más preciados: un tren en miniatura que les heredó su padre, Guillermo Davis Piñeres, hijo de sir William Davis, un afroamericano que llegó en 1900 de Chicago (EE.UU.) para trabajar como maquinista en este cantón de Guayas. Su legado es parte de la memoria histórica de Durán, un viaje hacia el pasado que empieza aquí, en la base cero del ferrocarril.

‘Maquinita Davis’, como le recuerdan, mira a sus hijos desde el mural pintado en una pared de la ciudadela Ferroviaria.

Desde los 16 años laboró en los talleres de mantenimiento de la entonces Empresa Nacional de Ferrocarriles del Estado y con solo observar, ‘el maestro’ aprendió el oficio y ensambló tres locomotoras a escala, idénticas -en su compleja ingeniería- a las que recorrieron la ruta Durán-Chimbacalle.

La más grande mide 2,20 metros de largo por 35 centímetros de ancho, alcanza una velocidad de 40 kilómetros por hora y soporta unas 1 000 libras o 10 personas. Por eso, los niños curiosos no pierden la oportunidad. Se amontonan desde temprano para asegurar su cupo en este viaje fugaz, que atraviesa un paisaje de viejas casonas a lo largo de una cuadra.

Guillermo está acostumbrado a esa algarabía. Su padre la instituyó desde los setenta, cuando encendió uno de sus trenes por primera vez. Ahora él le tomó la posta como custodio, ensamblador y maquinista.

Con su atuendo manchado de grasa se recuesta en el asfalto para encender el caldero. El agua caliente empieza a gotear por las diminutas cañerías, los delgadísimos brazos metálicos que abrazan las ruedas cobran vida, la chimenea humea y el silbido agudo del pito obliga a taparse los oídos. Entonces Guillermo vuelve a ser un niño, listo para rodar su juguete.

Pedro Villegas se embarcó en esta tradición con su cámara de video. La sombra de este documentalista también está plasmada en el mural de los Davis, creado por el colectivo cultural Pata de Cabra, al que pertenece. Sus abuelos fueron ferroviarios. Su madre llegó de Alausí en el tren. Él creció oliendo el humo de las locomotoras. Ahora intenta revivir ese pasado en una trilogía documental.

Su estación de partida fue El camino de los demonios, en el que grafica la ruta de la Hermandad de Jubilados Ferroviarios en busca de pensiones más justas. En el trayecto se topó con ‘Maquinita Davis’, de quien hará un largometraje de 52 minutos. Y su última parada es Bizarros jamaiquinos, en el que narra el aporte de 4 000 hombres de Jamaica a la construcción de la vía férrea.

El 28 de noviembre de 1900, un ejército de trabajadores jamaiquinos tocó puerto junto al río Guayas. Fueron contratados por la compañía J.P. McDonald para restablecer el tramo de la sección montaña, uno de los más cruentos.

El bisabuelo de Eleodoro Portocarrero Clark estuvo allí y sobrevivió a esa dura encomienda. Philip Clark, con solo 17 años, fue ayudante de un arquitecto en el tramo Bucay-Alausí; hoy, con orgullo, su bisnieto mantiene vivo su nombre, heredó su fe -transmitida en una antigua Biblia en inglés- y recopila su vida en el libro Jamaica en Ecuador.

Él y otros descendientes intentan encarrilar ese tramo de la historia que invisibilizó a sus antepasados. Son firmes al defender sus raíces de hombres libres y no esclavos, de ciudadanos británicos especializados en líneas f érreas, de buena moralidad como reconoció Eloy Alfaro en una de sus tantas cartas y que Arturo Atkinson Peñafiel lee con firmeza.

Cuando recuerda el pasado de su estirpe, Atkinson sube y baja de los vagones del tiempo. Su abuelo Nathanael hincó pilotes de madera para levantar los puentes en la vía del tren, donde cerca de 2 000 de sus compatriotas murieron por explosiones o por la fiebre amarilla. Sus cuerpos quedaron bajo la tierra de Huigra, en fosas.

En su casa, la 137 de la ciudadela Ferroviaria, este ingeniero industrial hurga en libros que resumen, en cortos pasajes, la hazaña de los extranjeros. Son tantas las preguntas, pero Atkinson confía en que las respuestas están guardadas en el viejo baúl que conservan los parientes de los hermanos Harman, los estadounidenses que dirigieron la Guayaquil and Quito Railway Company, encargada del tren trasandino.

En 1902, los jamaiquinos que resistieron tomaron rumbos distintos. Una parte regresó al Caribe. Otros 300, entre ellos Clark y Atkinson, siguieron su camino hacia Durán. Sus nombres quedaron inmortalizados en 18 familias, hoy plasmadas en la pared de un coliseo, en el centro de esta ciudad atravesada por rieles. Brown, Carey, Godson, Livingston, Mac-Gregor, Morgan, Richimond, Sandiford… son los apellidos que se oyen en los alrededores de la estación del tren de Alfaro.

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