22 accesos del Bloque 3 de Flor de Bastión están bajo vigilancia. Aquí se realizarán varias actividades en esta semana. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
A Ruth le molesta el nombre que hace tres meses le impusieron al barrio donde vive hace 10 años. “Le dicen ‘Zona H’ y debe ser por esa droga que estaba matando a nuestros niños -dice enojada-. Pero esta es la zona donde estamos recuperando lo que se había perdido”.
Se refiere a recuperar la tranquilidad al caminar por las calles en las noches. Y que los niños vuelvan a jugar en la cancha central, antes dominada por expendedores de drogas.
El Bloque 3 de Flor de Bastión -nombre oficial del barrio-, está en el noroeste de Guayaquil. Es una zona popular, de cerros surcados por callejones polvorientos y vetustas casas.
Aquí hay unos 3 000 habitantes, quienes desde el 19 de marzo están acostumbrados a que un policía resguarde cada manzana para frenar el microtráfico, una “enfermedad”, como dice Ruth, que ha dejado graves secuelas entre los adolescentes del sector.
1 200 personas por uso y consumo de estupefacientes llegaron el año pasado al centro de salud cercano. En gran parte, son jóvenes y actualmente solo un 36% de ellos sigue en tratamiento. Casi todos admitieron que consumían ‘H’, una mezcla de bajas dosis de heroína con raticida, cemento, analgésicos, heces de animales y otros compuestos tóxicos.
La psicóloga clínica Lady Estrada comparte la cifra con quienes acuden al dispensario para motivarlos a reportar más casos. En este año ya suman 356 nuevos pacientes; para Estrada, esa reducción se percibe al recorrer el Bloque 3. “Antes, a las 11:00 salían los zombis, chicos que andaban desorientados por el consumo. Eso ya casi no se ve”.
Andrés decidió dejar de ser un zombi. Tenía 13 años cuando conoció la ‘H’ en el colegio (hay 1 868 estudiantes en los cuatro planteles de este bloque). Desde entonces, su vida se volvió un guion de película: cuenta que pasó de consumidor a vendedor, que armaba las dosis en fundas y que “trabajó” bajo la amenaza de traficantes.
Según las investigaciones policiales, una banda de microtráfico dominaba este lugar. Lo habían divido en dos sectores y ocultaban los gramos de cocaína, heroína y marihuana en zanjas, casas y solares abandonados, para luego venderlos en las esquinas, tiendas y colegios, a toda hora.
Desde marzo, la Policía realizó 48 operativos, con el decomiso de 42 589 gramos de estupefacientes y 57 detenidos.
Andrés formó parte de ese círculo de violencia hasta los 16
años, cuando pidió ayuda médica a su familia y halló refugio en una iglesia evangélica. Ahora solo habla de Dios, pero la droga le dejó un temblor en el cuerpo que no logra controlar.
A Ruth, la historia de Andrés le es cercana. Hace tres años la ‘H’ le arrebató a su hija. “La encadené para que dejara la droga, pero me amenazó. La dejé ir y no sé dónde está”.
Ahora, la mujer trigueña divide su tiempo entre la crianza de sus cuatro nietos y la dirección del comité Unidos por el Cambio. Junto con la Policía y varios ministerios ha organizado cursos de manualidades para las mujeres, campeonatos de fútbol para los chicos, noches de cine para las familias, mingas de limpieza… Y en esta semana prepara a los vecinos para la visita del presidente Rafael Correa.
En el inicio de la intervención, 500 policías llegaron a este lugar. Hoy, 65 hacen guardia permanente en motos, camionetas y hasta en caballos -que son los favoritos de los niños-.
Ruth ruega que la vigilancia siga. Pero las autoridades planean una nueva fase, para que -con el apoyo ministerial- la comunidad asuma el control.
“Queremos que se empoderen para mejorar su entorno”, dice la coronel Tannya Varela. El sábado, la comandante de la Zona 8 de la Policía dejó su uniforme para mostrar su destreza en el baloncesto. Un partido entre las autoridades abrió una mañana deportiva en la cancha donde antes vendían drogas.
Su rival de partido fue el gobernador del Guayas, Julio César Quiñónez, quien asegura que el modelo aplicado en este barrio se extendió a otras zonas, como la calle 10 de Agosto, las Casas Colectivas, el ‘mall del piso’ o las cachinerías del Suburbio y dos cooperativas de la Isla Trinitaria. Las intervenciones son parte de un plan de rescate de espacios vulnerables en el que, según Quiñónez, el 80% de la recuperación está en manos de la gente.
Ruth dejó el temor y ahora motiva a sus vecinos en nuevos proyectos de regeneración. “Esto era una perdición total; y mire, ahora hasta tenemos malecón”, dice. Y muestra un muro pintado sobre una zanja con la frase: “Malecón 3 000”.