Una de las expresiones más significativas de la libertad personal es decidir sobre nuestro cuerpo. Ese es territorio de placer y dolor, por eso la cárcel es el castigo por excelencia y el control de la sexualidad del otro es una de las formas más extremas de ejercicio del poder.
Estado y derecho se han puesto al servicio de las concepciones dominantes, generalmente religiosas. El castigo a las relaciones extramatrimoniales, la homosexualidad, al adulterio -de la mujer-, la diferenciación de los hijos por nacer dentro o fuera del matrimonio eran algunas de las expresiones de esa vinculación.
En los últimos años se han eliminado progresivamente estas normas; a partir de la prohibición en 1996 de la discriminación por orientación sexual se reconoció como un derecho humano que las personas podamos tomar decisiones libres e informadas sobre nuestra vida sexual y reproductiva, que decidamos cuándo y cuántos hijos tener y sobre la diversidad de formas familiares.
Uno de los cambios más llamativos es el reconocimiento constitucional de que las uniones estables y monogámicas de dos personas -con independencia de su sexo- libres de vínculo matrimonial que formen un hogar de hecho, por el lapso y condiciones de la ley, generan los mismos efectos jurídicos que las familias constituidas mediante matrimonio, estableciéndose como una excepción para las parejas del mismo sexo (violando el principio de igualdad) la adopción.
Esto, que debería ser visto como un gran logro en el reconocimiento y valoración a la diversidad humana, un hito en la búsqueda del respeto al otro, a la superación de la exclusión y el odio, ha sido calificado por un líder religioso como “indecencia”, “inmoralidad”, “antinatural”, “depravación”, “degeneración” y como un camino “hacia la desaparición de la especie”.
Cada una de sus palabras hablaba de un desprecio profundo a las personas que viven su sexualidad de manera diferente y hacia quienes respetan esa opción.
En una sociedad democrática debe existir espacio para que se expresen todas las posiciones que en ella conviven, pero sin olvidar que tenemos un Estado laico, por tanto las convicciones religiosas no deben ser usadas para regular la vida de todos. Se debe respeto a cada persona y debe sancionarse toda expresión de odio sin importar de quien provenga.
Si bien las normas por sí mismas no cambian la convivencia, en ellas se expresan acuerdos sociales relevantes, por eso en un momento de la historia en el que la intolerancia parece ser el signo más importante del debate en las cuestiones públicas, debemos recordar que la diversidad es un valor esencial a defender.
Columnista invitado