Es verdad que solo a un pequeño porcentaje de la población le interesa el debate de la Ley de Comunicación que se tramita en la Asamblea, bajo el auspicio y el control del Gobierno. Más de la mitad de los ciudadanos considera que la Ley debe existir, como una manera de regular a los medios, pero no percibe claramente que la libertad de expresión y de opinión -un derecho de los individuos y de la colectividad que va mucho más allá de los medios- está en riesgo.
En parte, la indiferencia es explicable porque en el Ecuador generalmente se han respetado esos derechos pese a los exabruptos del poder, que no han sido un privilegio exclusivo de los dictadores, la prueba es que la libre expresión sobrevivió con una ley del militarismo de la década de los setenta que, sin embargo, no se aplicó con el rigor que más de un gobernante hubiese querido. Pero la otra parte de la explicación proviene de la lectura política que se está imponiendo desde el poder sobre un derecho humano. La ecuación que se esgrime es inaceptable: como yo represento el poder político, tengo la prerrogativa de subordinar los derechos de la sociedad a ese poder. Pero el poder político emana del poder civil, que además tiene otras expresiones absolutamente válidas como la libertad de pensamiento, concebida como parte de los derechos humanos inalienables.
Bajo esa visión errónea de la subordinación de lo social a lo político, y siguiendo un libreto muy bien escrito desde la Presidencia, la mayoría gobiernista de la comisión especial que se encargó de preparar el proyecto de Ley no escuchó las voces en contra de crear un Consejo Nacional de Comunicación, que tendrá un poder sancionador más allá de las disposiciones civiles y penales que ya norman a los periodistas y a los medios cuando se exceden en el ejercicio de su libertad de expresión y opinión.
Es correcto que exista responsabilidad ulterior para medios y periodistas, pero si esta queda supeditada al Consejo, evidentemente será manipulada. Y si este Consejo decide qué es información verificada y verificable -dos calificativos subjetivos al arbitrio del tribunal inquisidor- ya se entiende cuáles son los problemas que enfrentará no solo quien informe sino incluso quien opine a través de cartas para expresar su punto de vista sobre un tema de interés general.
La obligación de un título en Comunicación Social para ejercer el periodismo también es un límite indeseable. ¿Cómo se reglamentará el trabajo de los reporteros comunitarios o qué cortapisas se piensa poner a los miembros de las comunidades que no tienen título académico, pese a su derecho de tener medios? La Ley, a pesar de las pretensiones del poder, tendrá que respetar los convenios internacionales sobre libre expresión de los cuales el país es signatario; eso lo señala expresamente la Constitución. Cualquier otra decisión es inaceptable.