Denisse, alumna de Coniburo, lee y cuida de cuyes, cerdos y gallinas

Al llegar a la vivienda, Bertha Tipantiza recibe a su hija. Desinfecta su calzado con alcohol. Luego, la niña se dirige a lavarse las manos.

Al llegar a la vivienda, Bertha Tipantiza recibe a su hija. Desinfecta su calzado con alcohol. Luego, la niña se dirige a lavarse las manos.

Sobre las paredes de ladrillo de la cocina cuelgan ollas, cucharones y otros utensilios. Denisse, de 12 años, ayuda a pasar los platos. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO

Bajo una almohada, en el rincón de la cama de una plaza, hay tres libros. La niña y su madre dejaron el calor de sus cobijas a las 04:00. Ahí escondido quedó ‘Eso no me lo quita nadie’, una historia de ficción de la brasileña Ana María Machado.

Denisse Yanacallo, de 12 años, lee ese y otros dos textos durante la ­tarde y la noche. Incluso lo intenta a oscuras, luego de que su madre apaga las luces y declara que ya es hora de dormir.

Un aguacero cayó a las 06:00 del jueves sobre la comunidad de Coniburo, ubicada a 36 km de Quito, y a 6 km -hacia el páramo- de la parroquia rural de Pifo.

Eso cambió los planes habituales de la familia. No pudieron alimentar a los cerdos, gallinas, vacas y cuyes a las 04:30. Para eso, Denisse y su hermana Mishell, de 17; su madre Bertha y sus abuelos José y María Evelinda debían subir más de 50 metros desde la casa en dirección al cerro, que entonces ya era un lodazal.

Antes de las 06:30, como es costumbre, la niña desayunó arroz, papas fritas y colada de fresa, que su madre prepara. Enseguida se puso el uniforme, porque el jueves -además del lunes y viernes- es uno de los tres días que asiste a clases presenciales.

Un abrigo, el gorro navideño que la tía Lourdes le regaló en diciembre pasado y la mascarilla para evitar el covid-19 completaron el atuendo. Antes de ir a la escuela, no olvidó el frasco de alcohol ni las flores que la ‘licenciada Eli’ pidió para la clase.

La Carlos Vallejo Guzmán, en donde Denisse terminará la primaria en este ciclo lectivo, queda a un costado de su vivienda. Es una de las 449 instituciones educativas con autorización para el uso progresivo de las instalaciones, en el país.

424 de esos centros (400 públicos, 15 particulares y nueve fiscomisionales) ya retornaron a sus actividades, según Educación. Están en zonas rurales y periurbanas.

En el ingreso al plantel de Coniburo, antes de las 07:00, las tres maestras preparan todo. Ese lugar dejó de ser parte del día a día de la comunidad durante un año. Conos anaranjados se colocan para que se formen con distanciamiento y avancen al proceso de desinfección de ropa, manos y toma de temperatura.

Al plantel asisten 11 de 12 chicos. Cuatro comparten el aula de quinto, sexto y séptimo de básica con Denisse. Los de grados inferiores están en el otro salón de la escuela.

El jueves anterior, en el salón de clases, Denisse y cuatro estudiantes más ponían atención a su maestra Elizabeth Proaño, la llaman ‘Eli’. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO

En el aula también hay conos y los pupitres están separados. Los niños, ese jueves, usan su mascarilla celeste con el nombre de la escuela.

Al inicio de la jornada la lluvia cesó, pero el frío no dio tregua. Pese a eso, las ventanas deben permanecer abiertas para que exista ventilación.

El plan piloto establece que los niños no pueden -como antes- salir a jugar en el recreo. Así que se dividen en dos grupos. Dayana, Allan y Alexander se dirigieron al patio con la ‘teacher Mishell’, mientras Denisse y Lidia se quedaron en el aula con la profesora Elizabeth.

Ahí bailaron y saltaron. Vieron videos sobre valores y conversaron. Denisse le contó a su maestra que uno de sus cerdos se llama Chuli-Chuli. A pesar de las circunstancias, cuenta la docente, los niños llegan con predisposición de aprender. La comunidad -asegura- pide que la asistencia sea de lunes a viernes.

La razón: para estudiantes como Denisse es complejo conectarse. Su madre aún paga las cuotas del celular que compró para que sus dos hijas reciban clases virtuales.

El módem está justo detrás de la pared del comedor. Por eso, cuenta, se sentaba ahí para recibir la señal. Aunque esa modalidad le aburría. “Prefiero ir a la escuela, porque ahí las profesoras nos explican mejor”.

Al llegar de la escuela, la niña se sacó el uniforme, incluida la mascarilla, la única que tiene y que lava a diario. Vistió pantalón, suéter de la princesa Sofía y botas de caucho.

Luego vigiló que el ternero de la familia tuviera agua e hizo las tareas, en no más de 30 minutos, pero con un cuidado que parecería tomar más tiempo. No le gusta equivocarse, dice. “Mi letra es hermosa”.

En casa, del desayuno sobraron arroz y papas. Bertha los sirvió con estofado de atún en el almuerzo. “No estamos para desperdiciar”, dice la madre, quien cultiva maíz, habas y papas. También subsisten de sus tejidos y de la venta de pescado, almejas o pinchos, todos los viernes.

Antes de subir el cerro para alimentar por segunda vez en el día a los animales, Denisse tiene tiempo para leer los libros que le prestan en la escuela y que debe devolver.

En su casa duermen temprano, tras merendar y ver las noticias. Denisse toma de nuevo sus libros en el cuarto con dos camas, que comparte con su mamá, su hermana y su abuela.

Allí, en una de las paredes cuelga una foto. La estudiante de séptimo de básica sube a una caja para alcanzarla. Muestra de cerca al hombre que posa en ella, tras lo que parecería una jornada de pesca. “Es mi papá, no lo conozco porque se fue cuando yo nací y no volvió”.

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