La pregunta que encabeza este artículo resulta importante a raíz de los recientes eventos en Honduras y, en especial, de la vehemente defensa de las instituciones democráticas, en ese país y en América Latina, que han hecho varios dirigentes políticos de la región cuyo compromiso con la democracia pudiera parecer cuestionable.
¿Cómo es posible, se han preguntado muchos, que el general Raúl Castro, el coronel Hugo Chávez, el comandante Daniel Ortega y el compañero Evo Morales ahora resulten ser los adalides de la democracia en nuestra parte del mundo, cuando en cada uno de sus países son múltiples los atropellos contra políticos disidentes, la prensa independiente, y cualquier otra manifestación de desacuerdo o de oposición?
La primera tentación es simplemente declararlos lobos envueltos en piel de oveja, hipócritas, y falsos demócratas. Pero sería un grave error dar por concluido el tema de manera tan simple.
Lo que ocurre -y no es nuevo, pues ya lo vimos hace unos 60 años, cuando la Alemania comunista e intensamente totalitaria se denominó la República ‘Democrática’ de Alemania- es que existen dos distintas vertientes del pensamiento democrático, que podemos describir como la democracia de procedimientos y la de resultados.
La de procedimientos enfatiza las formas democráticas, de las cuales la más obvia es la elección popular de las autoridades. La democracia de resultados enfatiza más bien la igualdad entre los ciudadanos, aquello que tanto llamó la atención de Tocqueville cuando, a mediados del siglo XIX, vio que los ciudadanos de EE.UU. se trataban unos a otros como iguales, lo cual le llevó a acuñar el concepto de ‘democracia social’.
Puede darse -más aún, parece frecuente- que una sociedad sea ‘democrática’ en el un sentido, mas no en el otro. Es altamente probable que en la Cuba de los Castro y en la Bolivia de Morales se hayan reducido las desigualdades entre ricos y pobres, entre privilegiados y marginados, aunque no se respeten las libertades ni los derechos de la oposición.
Es también cierto que en muchas sociedades se han observado todas las formalidades de la elección democrática de autoridades, la libertad de prensa y de disidencia, pero se mantienen condiciones de profundo abuso, desigualdad y marginación. Y es perfectamente factible que, en ambos casos, los respectivos dirigentes políticos sientan, sinceramente, que son ‘demócratas’.
Si todos podemos aceptar que la manera de entender la ‘democracia’ de ‘los otros’ es válida, en parte, surge el desafío para todos nosotros de entender que ‘ser demócrata’ significa acoger ambas vertientes de la idea de democracia, sin privilegiar ni despreciar ninguna de las dos.
Columnista invitado