Democracias frágiles

Mientras en México debatimos y nos debatimos en torno a si votar o no votar y por quién hacerlo, otros países se dan cuenta de lo fugaz que puede ser la democracia.

Ya tocamos  el caso de Irán, donde el populista presidente Ahmadinejad parece haber consumado una manipulación electoral que le asegura la permanencia en el poder a pesar de las persistentes protestas que van siendo  acalladas por la represión del aparato estatal y de los líderes religiosos.

No son menores ni la paradoja ni el paralelismo con políticos que se dicen del pueblo  y que buscan perpetuarse en el poder aprovechándose de los instrumentos que les brinda el mismo sistema que tanto desprecian.

Estamos ahora frente a un caso que podría ser similar en Honduras. Nadie acaba de entender lo que está pasando en ese país que apenas despertó de la pesadilla de los golpes y gobiernos militares en 1982 y que hoy enfrenta nuevamente al fantasma del autoritarismo, el golpismo y los liderazgos iluminados.

Si bien me resisto a creer que un presidente democráticamente electo deba ser removido de su cargo por la fuerza, hay indicios de que el presidente Manuel Zelaya se había tornado en una amenaza para la democracia.

Si bien en el caso hondureño hay una lucha política entre el Presidente democráticamente electo y los demás poderes, en la que uno buscó violentar las reglas del juego para prolongarse en la Presidencia y otros recurrieron a cualquier recurso a la mano para impedírselo, todo lo demás se inscribe en un problema estructural al que no son ajenos muchos otros países: el de la fragilidad de la democracia. 
 
No resulta fácil juzgar desde lejos lo que está sucediendo en Honduras, porque tristemente en América Latina es iluso pretender que la legalidad y la justicia van de la mano, o que los formalismos democráticos son conducentes al fortalecimiento de las libertades. Son ya legión los mandatarios latinoamericanos que han manipulado a sus democracias para reelegirse, reformar leyes o instituciones de tal manera que son individuos los que se fortalecen mientras que las democracias se ven diluidas hasta correr el riesgo de desaparecer.

No es aceptable un golpe de Estado para deponer a un Presidente democráticamente electo, pero tampoco lo es que un Presidente vaya contra la Constitución, el Congreso y la Corte Suprema para buscar vericuetos que le permitan la reelección.

En Venezuela, un golpista frustrado se aprovechó de las libertades democráticas para hacerse del poder a perpetuidad, sin que en el trayecto haya violado abiertamente la letra de las leyes. 

Lo que hoy sucede en Honduras es una tragedia para la región, pues nos recuerda lo endebles que son, lo imperfectas que son, nuestras democracias.

El Universal, México, GDA

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