El gobierno revolucionario de Rafael Correa encontró en una ley del Gobierno Nacionalista Revolucionario de los setenta el mejor instrumento para tratar de controlar la libertad de expresión.
La verdad es que ningún gobernante contemporáneo la había aplicado y estaba echada en el olvido, pues ni siquiera en la época de la dictadura que la creó se alteró gravemente la línea de respeto a la libre expresión, pese a las inevitables tensiones con el poder.
En principio, pudiera resultar sorprendente que la ley de cuño dictatorial le calce como un guante a un Gobierno que se precia de haber hecho una reingeniería institucional, supuestamente, contemporánea.
Pero la sorpresa disminuye si uno considera que los extremos se juntan cuando existe una visión de estado controlador, incluso respecto de las opiniones y de las decisiones de los otros.
La preocupación por estas coincidencias se vuelve mayor si se considera que el Gobierno está dando todos los pasos para asegurarse el control total de las labores de Inteligencia, que estarán a cargo de una secretaría dependiente del Ejecutivo.
El proyecto de Ley de Seguridad revive, incluso, la figura de los gastos reservados, que fue desechada porque era un foco de corrupción. Sin control externo, es difícil saber con qué fines se usará la información. De cualquier manera, el Presidente se adelantó a crear la Secretaría de Inteligencia sin siquiera esperar a que se reforme la Ley vigente.
Pero volvamos al tema de las libertades de expresión y de opinión. El mismo día en que el presidente estadounidense Barack Obama expresó su apoyo a “una democracia vibrante en Ecuador, que incluya una prensa libre e independiente para promover la prosperidad, la seguridad y la dignidad humana”, Correa insistía en sus definiciones.
En la ceremonia de posesión de los nuevos oficiales de la Policía, dijo que los ecuatorianos hemos sido adoctrinados durante tanto tiempo que ‘los medios de comunicación privados, empresas con fines de lucro, equivalen a libertad de expresión y que tocar estos medios es atentar contra la libertad de expresión’. Él considera que su papel, con todo el poder del Estado, es controlar a los medios y judicializar sus errores.
Esa no es tarea del Gobierno, que más bien debe garantizar la transparencia de la información pública, cosa que no ha sucedido en 29 meses, y de velar por el respeto a la libre expresión, como señala el artículo 384 de la nueva Constitución.
A quien se reviste de esa misión equivocada le resulta difícil escuchar, incluso, las críticas internas, como las que se han levantado en Alianza País.
Correa las toma como el producto del adoctrinamiento y de los tabúes de los cuales él sí se ha liberado. En esas circunstancias, es muy fácil traspasar, y sin retorno, la delgada línea entre la democracia y el autoritarismo. Y no hay autoritarismo bueno, ni siquiera en función de las supuestas buenas intenciones.