En el albergue del Estado, ubicado en Canoa, quedaron espacios debido a que las familias se acogieron a los incentivos del Estado. Foto: Juan Carlos Pérez / para EL COMERCIO
Los damnificados por el terremoto que aún viven en refugios informales en Manabí han resistido seis meses a las lluvias, el polvo, las variaciones del clima, la falta de servicios y a los apremios económicos.
Tras el montaje de los albergues oficiales, no todos los afectados salieron de esas covachas que se erigieron después del evento del 16 de abril.
La gente sigue instalada en esta especie de covachas, que aparecen entre las localidades de Pedernales, Coaque, Jama, San Isidro, Briceño y Canoa.
Los plásticos, la caña y las latas de zinc se observan en las márgenes de esa ruta de 90 kilómetros. No hay un dato exacto sobre cuántas personas viven bajo esas condiciones, pero los municipios de Pedernales, Jama y San Vicente calculan que habría unas 250 tiendas habitadas por damnificados.
Esa situación difiere con lo que sucede en los 26 albergues del Estado donde van quedando espacios vacíos.
Las familias beneficiadas con los incentivos económicos gubernamentales salieron de los albergues para rentar una casa o a las nuevas construcciones que les dio el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda y el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES).
Por ejemplo, hasta ayer se proporcionaron 35 126 incentivos de construcción y reparación de casas para Manabí.
Los bonos de acogida, alquiler y alimentación superaron los 6 000, con corte hasta julio.
La semana pasada este Diario recorrió los refugios y verificó que en cada uno viven de seis a nueve personas que se niegan a ir a los albergues.
Ese jueves 29 de septiembre llovió y en el suelo se hizo una masa de fango, que se asemejaba a la de un manglar.
Rosa Quijije, con los pies al tope del lodo, contó que las precipitaciones de esos días perforaron los plásticos que sirven de cubiertas y paredes.
Eso provocó que se mojaran los tres colchones donde duermen sus seis familiares.
Pese a la calamidad, ella se resiste a abandonar el refugio que denominaron El Amor de Dios y en el que viven 20 familias del cantón Pedernales.
El argumento para no ir a los albergues oficiales es que estos serán desmontados en los próximos meses y después no tendrá otro lugar para vivir.
En Pedernales aún hay refugios informales. Foto: Juan Carlos Pérez / para EL COMERCIO
Pero lo que más desalentó a Jefferson Álvarez, el dirigente de ese refugio, fue que les hayan pedido los contratos de arrendamiento para incluirlos entre los beneficios del Estado. “Todas las familias vivíamos en casas rentadas y casi nadie tiene un documento que nos respalde”, comentó.
El alcalde de Pedernales, Gabriel Alcívar, asegura que los habitantes de los refugios se exponen al ruido que generan el paso de las volquetas y la maquinaria que trabaja en la vía.
El polvo que levantan a su paso, el movimiento del suelo y las escasas áreas para hacer sus necesidades hacen temer un problema mayor.
“Nos dicen que están enfermos de gripe, con problemas en la piel y que están en condiciones insalubres. Pero personalmente he ido a pedirles que vayan a los albergues y me dan una respuesta negativa”.
Los padres de familia de los refugios no tienen trabajo fijo y eso los obliga a ingeniárselas para atender su economía.
Enrique Mendoza, desde una covacha de Jama, señala con su mano la proximidad en la que se encuentra el mar y muestra sus artes de pesca.
Así explica que puede ir de faena tan solo al caminar 10 minutos y de esa forma llevar algo de comida para sus cinco hijos.
De eso ha sobrevivido en los seis meses que lleva en el refugio, aunque sus familiares fruncen el ceño por lo repetitivo que es el menú.
Mendoza habla de falta de libertad, condicionamientos y privacidad cuando se le pregunta las razones por las que no va al albergue del Estado.
El alcalde de Jama, Ángel Rojas, asegura que no es conveniente hacer doble esfuerzo en momentos de una emergencia, cuando se supone que se organizaron lugares cómodos y fijos para los afectados.
A pesar de esta situación -dijo- no se ha desatendido a las familias de las covachas y cada semana se procura llevarles agua y ropa, según el diagnóstico que realiza el Patronato.
En julio pasado, el vicepresidente Jorge Glas pidió a los damnificados trasladarse a los albergues y habló de que ahí hay garantías en salud, alimentación, salubridad y seguridad.
Ese mismo mes anunció que el albergue de Calceta se cerró porque las 93 familias fueron beneficiadas con los bonos de acogida y de alquiler.
Al momento, el MIES analiza cerrar dos albergues de Chone y Olmedo. La alcaldesa de San Vicente, Rossana Cevallos, indica que con la difusión de información se podría cambiar la actitud de las familias de Canoa. “El Estado cuenta con terrenos urbanizados para atenderlos”.
En contexto
El terremoto de 7.8 grados del 16 de abril dejó 68 000 familias damnificadas en Manabí y Esmeraldas. El Gobierno intenta palear la situación de los afectados con incentivos para la construcción de viviendas nuevas y reparaciones, y los bonos de acogida.