El escritor español José María Ridao, en la Universidad Andina Simón Bolívar, en donde conversó sobre la democracia desde el ámbito filosófico por sobre lo político. Foto: Julio Estrella/ELCOMERCIO
José María Ridao reflexiona sobre lo que llama ‘la democracia intrascendente’. Propone seguir la tradición pitagórico-sofista, en
la cual la verdad es fruto de un acuerdo y no de una revelación.
A momentos, la conversación con José María Ridao se transforma en monólogo. Y es que resulta conveniente no decir nada cuando él está elaborando su teoría sobre la ‘La democracia intrascendente’, título de su último libro. Y es el caso que aterriza su reflexión para el común de los mortales. Este y otros libros como ‘Filosofía accidental’ o ‘Elogio de la imperfección’ llegan al nivel de ensayos, ese género que parece venido a menos en medio de la eclosión de una crítica académica legible solo para académicos.
Ridao vino al país para el ciclo de conferencias ‘Europa en la cultura’, en el que dictó la ponencia sobre ‘Kafka, una filosofía de la libertad’.
Tras todas las decepciones que se ha tenido de la democracia, usted llega con un libro titulado ‘La democracia intrascendente’.
Es un concepto que pretende tener una dimensión más filosófica. Hablo de ‘democracia intrascendente’ por no hablar de ‘democracia no trascendente’. La idea es que estamos conviviendo con un sistema contradictorio: por un lado defendemos filosóficamente una verdad objetiva y por otra defendemos un principio liberal de la democracia. Si existe la verdad objetiva, no hay posibilidad ninguna de disidencia. Habrá una posibilidad de error, pero no de disentir.
¿Y a qué se debe?
La tradición filosófica en la que nos estamos apoyando es la platónica-socrática-aristotélica. Para resolver la contradicción propongo una tradición alternativa: pitagórico-sofista y hacer un seguimiento a través de la teología, la filosofía y la ciencia experimental hasta llegar a estos días. Si nos apoyamos en esta tradición, vemos que sobre el principio de una verdad no trascendente podemos acordar y podemos disentir.
¿El sostenimiento de los disensos?
Una de las fórmulas que más me gusta de cómo la democracia pasa a formar parte de la definición de verdad es la que da Richard Rorty: tenemos que incorporar y justificar nuestras acciones ante auditorios indefinidamente más amplios. Cada vez que hay una persona diferente, alguien que no participa del consenso originario, debemos ampliar nuestra conversación. Es solo mediante esta ampliación, la incorporación de esa disidencia, que podremos construir un sistema democrático. Esta idea de Rorty tiene como fundamento filosófico no el que hemos sostenido hasta ahora sino el pitagórico, en el que la verdad es fruto de un acuerdo y no de una revelación. Normalmente, la crítica desde la tradición socrática-platónica-aristotélica , que se ha hecho de la idea de verdad como un acuerdo a lo largo de la historia, es que forma parte del relativismo e incluso del irracionalismo.
Es que siempre aparece la idea del absoluto y a la que se puede/debe desafiar.
Si hay una verdad absoluta no hay posibilidad de disenso. He tratado de desarrollar una crítica del absoluto sobre la base de que es una afirmación que esconde una negación. Esto es algo que se ve muy claramente en la cuestión del inconsciente: solo existe en la medida en que no lo conozcamos. Si lo conocemos deja de ser inconsciente. Comenzamos, entonces, una carrera contra nuestra propia sombra. La noción del absoluto nos coloca en una carrera contra nuestra propia sombra: nunca la alcanzamos. Esa estructura fundamenta las sociedades con un orden férreo. Si seguimos en una tradición socrática-platónica-aristotélica de una verdad absoluta y objetiva, no podemos hacerlo compatible con el principio democrático de la verdad acordada. Y para eso tenemos que cambiar de tradición.
Sin embargo, hay un gran escepticismo sobre la democracia, que parece algo más retórico.
A mi juicio eso está en otro plano de la discusión porque pasamos de una dimensión filosófica a un plano político.
¿No se trata de eso?
No he tratado en el plano político esta discusión por una razón: tengo la impresión de que uno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos no es la manipulación sino la banalización, de manera que la manipulación es muy simple. No reflexionar, no hacernos las grandes preguntas realmente decisivas nos lleva a seguir en la banalización. No evito el debate político sino que trato de centrarlo en aquello que tome en cuenta la banalización. Ha habido una serie de consensos de los años 80 que ha limitado el espacio donde la democracia es posible: el Estado. La democracia no es posible fuera del Estado sino dentro de sus instituciones. La revolución conservadora decía que hay que ir a un Estado mínimo, pero se pierde la frontera entre lo que es el Estado empresario y lo que es el Estado como forma institucional. Y reducir ese Estado como forma institucional significa reducir el espacio para que la democracia sea posible.
¿Se puede decir que el Estado-Nación no existe, sino que las grandes corporaciones gobiernan?
Los Estados que surgen de la implosión de la URSS o la antigua Yugoslavia son naciones mucho más asfixiantes de lo que eran los Estados de los que salieron. No es el Estado-Nación el que está en crisis sino las funciones del Estado. Hasta la década de los 80, el Estado generaba ciudadanía, daba salud, educación, servicios, y los ciudadanos retribuían con lealtad a esa institución. A partir de ahí, se piensa que genera ciudadanos perezosos y que hay que abandonar esto de cuidar desde la cuna hasta la tumba. No es que el Estado desaparece sino las funciones anteriores, y el Estado comienza a tener aquellas represivas, que implican más inversión en Ejército y Policía. En ese sentido, Franz Kafka sostiene que la libertad no es una condición del individuo sino de la relación entre los individuos. Si es así, la forma que le habíamos dado históricamente es el Estado. Si empezamos a reducir y a desprestigiar esa institucionalidad, acabamos despreciando el Estado, la democracia, la política.
Deslegitimamos lo que tenemos, entonces.
La forma más letal del nihilismo contemporáneo es la que se disfraza de profecía. Y el resultado final es que cuestionamos lo que tenemos, pero no nos preguntamos por qué lo sustituimos. Estamos ante un fenómeno de nihilismo muy profundo, al que no reconocemos como tal porque adopta la forma de profecía. Cuando alguien afirma que en el 2027 no habrá diarios en papel, que los parlamentos no funcionarán tal como lo han hecho hasta ahora o que estamos ante una nueva era, no dice en absoluto cómo será el futuro porque son apenas profecías. Sin embargo, tiene un efecto indiscutible: considera que lo que tenemos es provisional y, por tanto, deslegitimado. Yo afirmo que la reflexión debe ser sobre lo que tenemos y no hacer profecías. Yo prefiero los maestros a los profetas, pero la época en que estamos desprecia a los maestros e idolatra a los profetas.
El lenguaje, entonces, se debiera convertir en una de nuestras preocupaciones.
Los conceptos no son dados, son establecidos. Decidimos designar de una manera u otra las cosas. Pero eso tiene consecuencias en la acción de los Estados.
Y un origen en el poder.
Detrás de la elección de un término o de otro está el poder en sentido genérico. Nombrar ‘inmigrantes’ o ‘refugiados’ es un ejercicio de poder que no es solo de los políticos sino también de la prensa. Lo que hay que poner en relieve son las consecuencias que tienen estas designaciones.
Una tarea para los intelectuales.
En los últimos tiempos, la gran tarea intelectual es la crítica de los conceptos. Estar alerta y no por razones etéreas sino porque tienen consecuencias determinantes sobre las vidas de las personas. La crítica intelectual debe ser cuestionar por qué se aplica un concepto. Las consecuencias que se están obteniendo últimamente es que no avanzan en la democracia, en la justicia, en la libertad ni en las grandes preguntas. Al contrario, es como si al final se apartaran de las grandes preguntas.