Juan José Rodinás ganó el premio Casa de las Américas. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
Juan José Rodinás nació en Ambato, en 1979. Cursó un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Leeds, Inglaterra. Entre sus publicaciones destacan ‘Viaje a la mansedumbre’ (2009) y ‘Barrido de campo’ (2010). Ganó el Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro por ‘Cuadernos de Yorkshire’. En enero ganó el Premio Casa de las Américas en poesía por ‘Yaraví para cantar bajo los cielos del norte’.
Su libro comienza con la frase de Banksy que dice “pintar algo que desafía las reglas de un país es bueno. Pintar algo que desafía las reglas de un país y las reglas de la gravedad al mismo tiempo es mejor”, ¿qué es lo que se propuso desafiar con este poemario?
A parte del carácter lúdico que tiene la cita para mí, la poesía tiene que jugar en dos planos. Uno relacionado a la vida social, los afectos, la política y las relaciones personales y otro que tiene que ver con la espiritualidad, con la trascendencia, con el espíritu del mundo. En ese cruce, que no siempre es fácil, quise situarme con este libro. Ese epígrafe no es solo un cuestionamiento, social sino, sobre todo, una forma de poner en duda la manera en que leemos la realidad.
Banksy es un artista urbano cuya identidad real no se conoce, ¿el anonimato es el rasgo esencial del Banksy sudamericano que transita por su libro?
Me gusta pensar que es así. La idea del anonimato es provocadora. Desestabiliza muchos pensamientos sobre el capitalismo avanzado. Sobre todo, esa idea de estar todo el tiempo en exhibición y todo el tiempo mostrándonos, que parece esencial para existir.
¿Esta idea del anonimato se hizo más fuerte cuando estuvo estudiando en Inglaterra?
Cuando estuve en Inglaterra me di cuenta que me empezaron a interesar cosas nuevas. Ciertas cosas relacionadas con el mundo andino, pero no en un sentido intelectual, sino en un sentido emotivo. En el otoño me acordaba de unos versos de Dávila Andrade.
Uno de los valores de este poemario es la idea de lo efímero, ¿por qué lo perecedero se ha vuelto una constante en su obra?
Me interesa mucho la idea de las cosas que se desgastan y me interesa la idea del olvido. Pienso que todas las cosas van a ser olvidadas y eso para mí es lo que las hace bellas. Me gusta pensar que las cosas que dejamos de lado y que están en un segundo plano pueden ser por un momento protagonistas, eso me parece potente.
Otro de los valores del libro es la nostalgia, ¿‘Yaraví para cantar bajo los cielos del norte’ es un libro que da cuenta de la extrañeza que siente por el pasado?
Esta idea del yaraví tiene que ver con un sentimiento andino que pude esclarecer dentro de mí cuando estuve en Inglaterra. Hay nostalgia por el pasado y también por el futuro. Esa vulnerabilidad atraviesa todo el libro. En ese sentido la obra dialoga con obras como ‘Levantamiento del país con textos libres’ de Julio Pazos y también con ‘Inventando a Lennon’ de Iván Carvajal. Lo que he tratado en mi libro es que esos diálogos tengan una cierta tesitura contemporánea.
En este poemario su gusto por la pintura es evidente, ¿considera a su poesía como una especie de nueva técnica pictórica?
Hubiese querido ser pintor porque muchas veces pienso en imágenes. Soy torpe con las manos por eso no seguí ese camino. Al momento de escribir trato de expresar esas imágenes que se vienen a mi cabeza de alguna forma como soluciones emocionales sinestésicas de algún conflicto que estoy pasando. Tengo muchos poemas que tienen que ver con las artes visuales, con la pintura y las instalaciones. Hay muchos pintores que han sido muy influyentes en las cosas que he escrito desde Uccello hasta Banksy. Mucha de mi educación emocional, sentimental y estética tiene que ver con las artes visuales.
Siguiendo esta idea de la poesía como una forma de pintura ¿qué hay en su paleta de colores?
Te diría que hay cosas que tienen que ver con la infancia que son muy fuertes. Hay ciertos colores que hay en los patios de Quito como los dientes de león o los tréboles. Esos verdes y esos amarillos aparecen por ahí siempre. No es algo que he forzado. Ayer, a las 19:00 si mirabas hacia el Pichincha el cielo tenía un color púrpura, algo así siempre resulta revelador.
¿Este poemario es un puente entre ‘Vuelve a los páramos inversos’ y los Cuadernos de Yorkshire?
Al inicio hacía unos poemas muy breves. Luego de ‘Viaje a la mansedumbre’ sentí un agotamiento de esa estética. Luego me lancé a libros más experimentales como ‘Barrio de campo’. Luego aparece ‘Cuadernos de Yorkshire’ y este libro. La diferencia entre estos últimos y los libros más experimentales es que hay una convicción más emotiva, una vocación de sensibilizar al lector.
En uno de los versos del poemario la voz poética dice “No es que no haya flores es que no hay ojos para ellas”. ¿La idea se puede aplicar a la situación de la poesía frente a géneros como el cuento o la novela?
Creo que sin ese espíritu de detención, lentitud y contemplación la poesía simplemente se vuelve una narración y se convierte en otra cosa. Pierde especificidad. Esa mirada contemplativa, esa introspección sobre ciertos elementos de la realidad es el ingrediente que hace de la poesía eso y no otra cosa. Alejandra Pizarnik decía algo así como mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.
En varios pasajes del libro hay una crítica a la incapacidad de las personas de vivir sin una pantalla frente a ellos. ¿Esas pantallas no han permitido que la poesía se convierta en un género más asequible para los grandes públicos?
En el mundo hay un culto a la velocidad que muchos escritores también suscriben y al que yo eventualmente me sumé porque pensé que por ahí había una especie de entrada al futuro, pero me parece que lo propio de la palabra literaria, en particular de la palabra poética, es la lentitud.