Un día con María José Argenzio

María José Argenzio, artista guayaquileña. Foto: Selfie cultural

Hace quince minutos que María José Argenzio ha acabado su batido de melón sin leche. La artista es intolerante a la lactosa. Le pregunto por qué, cada tanto, altera su acento y usa extranjerismos como el peruano “guachafo” o las gribralteñas “comerte el coco” y “chunga”.
-No los uso -me corrige con severidad-. Me apropio de muchas expresiones y entonaciones extranjeras que escucho por ahí.
Aclarado el malentendido, ahora nuestra atención se concentra en un desconocido que acaba de acomodarse en nuestra mesa sin decir ni “Hola”. El hombre se sienta y su barriga se acomoda muy por delante de él. Estamos en un sitio techado del centro guayaquileño en el que venden jugos naturales.
Sombra y cítricos: combinación elemental para afrontar un sol que cae en las cabezas como un piano. Del calor, precisamente, conversan en una mesa aledaña. En Guayaquil, el calor no solo es calor: también es un tema natural de conversación y a veces, también, de canciones quejumbrosas.
María José me pregunta que cuándo sale está crónica. El domingo, le respondo. “Entonces puedes poner que tengo 36 años. Hasta ese día, todavía los voy a a tener”. Los 37 los cumplirá el 21 de junio. La edad es un asunto que le inquieta. La edad es para ella un género de ficción que se agota y debe renovar.
Tiene prisa por engordar su portafolio de artista y lograr reconocimiento. Va por buen camino: en este preciso instante obras suyas se están exhibiendo en el MAC, de Lima; y en el CentroCentro Cibeles, de Madrid. (Semanas atrás, expuso en el Arte Contemporáneo Fabra i Coat, de Barcelona; y en la Galería Trémula, de La Plata). Pero ella sigue angustiada.
Las pisadas largas y veloces que en estos momentos da en el centro guayaquileño son coherentes con esa desesperación. Ingresa al Municipio de Guayaquil.
Lo que sucede dentro vale la pena sitetizarlo para que esta crónica no caiga en la misma burocracia y redundeo del sitio: se observa un baile de sellos y firmas y copias y formularios y más copias para lograr que el Municipio de Guayaquil le reembose a María José el dinero del auspicio que el Cabildo dio a un conversatorio organizado por ella.
Nos marchamos del centro de la ciudad. Apenas ingresa a su vehículo, me doy cuenta que el medio de transporte favorito de María José es la mente.
Mientras conduce, hace acrobacias mentales de lo que sería su próximo proyecto artístico en Colombia. Pero también –con agilidad de aplicación de teléfono inteligente- está resolviendo cuál será el banco más cercano.
Lo localiza. Estaciona el vehículo. Baja de él. Mientras camina hacia el banco, llama a su madre. No le contesta. “Mi mamá es malísima para el teléfono. Nunca está pendiente”. ¿Alguna madre lo está?
Cruza la calle y un taxista se detiene solo para reclamarnos por lo que él consideró una impertinencia al cruzar. Cuestión de percepción: fue el conductor del taxi quien venía muy rápido.
Cuando llegamos al banco, lo primero que hace es saludar al guardián. Él le devuelve un murmullo y la mira con ojos de escopeta.
Esa ‘rareza’ de saludar a todo el mundo María José la adquirió en Londres, donde vivió 14 años. Estudió arte en tres universidades inglesas distintas y también trabajó como camarera.
Dos conclusiones aún conserva de su estadía en ese país:
1. Los ingleses comen muy mal.
2. Los buenos modales que comúnmente se les adjudica a los ingleses tienen fundamento.
“Siempre saludan. Pero siempre desde lejos”. Por eso cuando regresó a Ecuador, dispuesta a hacer carrera artística, además de la impuntualidad del común de ecuatorianos, lo que más le chocó fue que aquí todos se saluden dándose cachetazos acaramelados.
Nos marchamos del banco. María José me invita a su casa. En el camino, me cuenta que de pequeña su padre le llevaba a una isla que posee un nombre que, daría la impresión, surgió en una tertulia alcoholizada: Chupadores Chico. En ese sitio, ubicado en el Golfo de Guayaquil, quedaba la camaronera de su papá.
Llegamos a su casa. La artista que cuando pide pizza le quita el queso, me invita a almorzar. Mientras comemos un seco de pollo, le pregunto sobre su futuro. “No pienso casarme ni tener hijos”, me dice sin que le pregunte exactamente eso. Hay en sus ojos un parpadeo nervioso.
En realidad, dice, su problema es la impaciencia. No toleraría la idea de estar con una sola persona todo el tiempo. Suele cansarse de la misma gente. “Por eso me encantan las ciudades grandes: ¡una puede perderse!”.
La he seguido todo el día. ¿Será que también la impacienta eso? Desde muy temprano, la acompañé al ITAE para inscribirse en cuatro materias (quiere volver a estudiar). María José, amable pese a su (justificable) ansiedad por sentirse perseguida, descubre la única manera de concluir con esta entrevista: pedirme un taxi.
Llama a una compañía de taxis y le dicen que la unidad más cercana tardaría 30 minutos. Lo descarta. Eso es demasiado tiempo para alguien cuyo sueño es exponer en el National Gallery de Londres y sabe que no puede perder ni un minuto.
Llama a una segunda compañía. Le prometen que una unidad puede llegar a su casa en 10 minutos. Tal cual: en ese tiempo llega un mesiánico taxista que me recoge y, al hacerlo, libra a María José de mis preguntas.
Esa noche, viaja a Colombia. Antes de ir al aeropuerto, se da un duchazo para quitarse de encima toda el ruido de la ciudad. Ya en el avión, agarra unos auriculares y perfuma sus oídos con música de Djando Django, Nadina Shah y New Young Pony Club. El olor musical perdura durante todo el viaje.