Bloom y el placer curativo de leer

Harold Bloom dio clases de literatura en la Universidad de Yale. Además de las letras, le interesaban los temas r­eligiosos. Foto: Ted Thai / TiemePix / Rex

Harold Bloom dio clases de literatura en la Universidad de Yale. Además de las letras, le interesaban los temas r­eligiosos. Foto: Ted Thai / TiemePix / Rex

Harold Bloom dio clases de literatura en la Universidad de Yale. Además de las letras, le interesaban los temas r­eligiosos. Foto: Ted Thai / TiemePix / Rex

No dejará de ser sorprendente -y sin duda provocará la envidia de muchos- que los diarios más importantes del mundo, los no tan importantes y hasta los nada importantes hayan publicado notas sobre el profesor estadounidense Harold Bloom, fallecido el 14 de octubre, a los 89 años. Se trata de uno de los más importantes críticos literarios del siglo XX y, seguramente por esa razón, de los más cuestionados por una academia que no toleró que planteara un canon que no integrara las ‘otras literaturas’.

No sorprendería la repercusión mediática si el fallecido fuera uno de los grandes escritores, como ocurrió por ejemplo con Carlos Fuentes, Octavio Paz, Gabriel García Márquez o Phillip Roth. Pero ¡un crítico literario!

Bloom gozó -y eso sí resultará desolador para muchos- de la fortuna de ser un‘best-seller’. En 1994 publicó ‘The Western Canon. The Books and School of the Ages’. El libro se agotaba en las librerías. “Lo excepcionalmente notorio en Bloom es la persuasión de su estilo y cómo elude el tedioso razonamiento académico”, dice el escritor Basilio Baltasar, en diario El País, como para entender por qué logró ese éxito de ventas. También este se puede deber a que hay lectores fuera de los claustros que sí quieren reflexionar sobre literatura y otros asuntos que la academia parece reservar para sí misma.

El canon es, en palabras de la crítica argentina Beatriz Sarlo, “la tabla de posiciones” de cualquier lector; y el canon de Bloom -y así lo reconoció-, la lista de libros que han marcado la civilización occidental. Son autores a quienes él cree que hay que leer y que enseñar en los colegios y universidades, porque no son solo un deleite sino sugieren una transformación humana e inventan algo nuevo en la literatura. Y en esa línea se encontraban los que hemos llamado “los clásicos”.

Esa posición le valió la condena de una gran parte del mundo académico. Pero Bloom disfrutaba de ser incómodo frente a las tendencias hegemónicas en la academia. Como dice el crítico ecuatoriano Wilfrido H. Corral en el blog Letras Libres, Bloom no dejaba “en paz a nadie dentro del mundo intelectual occidental más amplio desde que se comenzó a privilegiar la santísima trinidad de género (sexual), raza y nación”.

Bloom insistirá en que no se trata simplemente de una lista que debe ser estudiada. “El canon, una vez que lo veamos como la relación de un lector y escritor individual con lo que se ha preservado de (todo) lo que se ha escrito, y olvidemos el canon como una lista de libros para ser estudiados, será visto como idéntico al Arte Literario de la Memoria, no con el sentido religioso del canon”.

Apenas tres años después de la publicación de ‘El canon occidental’, en 1997 se realizaron en Quito las III Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana. Eran tiempos en que se priorizaban términos como “subalterno” -faltaba mucho para que llegara el “latinX”-. Y Bloom era el centro del tablero donde lanzar los dardos: su elitismo cultural frente a, por ejemplo, la literatura testimonial, el “fenómeno” de aquellos años y que no ha perdurado.

Ocurrió con ‘Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia’ (1982), que algunos intentaron incorporar como material canónico y que, por fortuna, no queda en la memoria salvo las dudas sobre la veracidad de algunos momentos de su historia y aquella engorrosa disputa sobre la autoría con la venezolana Elizabeth Burgos, su entrevistadora.

Bloom creía fervientemente que los estudios culturales -“un buey que no debe ser criado” por ser de “la Escuela del Resentimiento”, decía él- se tomaron la academia y lamentaba que se dejara de lado la crítica literaria como valoración estética, de los procedimientos que ejecutó el escritor para lograr una obra literaria y la angustia de las influencias que vive cada autor.

Nada más desagradable para un académico. Y lo será aún más cuando reconoce, en el mismo prólogo de ‘El canon occidental’, que “la crítica cultural es otra triste ciencia social, pero la crítica literaria, como arte, siempre fue y siempre será un fenómeno elitista”.

En una entrevista con Charlie Rose, en 1994, sostuvo que ya casi no existen los estudios literarios y que no creía que hubiera al menos 10 instituciones académicas que todavía tuvieran estudios literarios como tales, porque se han politizado con los “seudofeminismos, seudohistoricismos, seudomarxismos”.

Ciertamente, los lectores latinoamericanos o en lengua castellana verán con desagrado que en los libros que deben ser leídos solo estén Cervantes, Borges y Neruda, a quienes leyó en traducción (aquí vendría bien entender ese fenómeno que se llama ‘World Literature’). Solamente escoge a tres mujeres: Jane Austen, Emily Dickinson y Virginia Woolf. Tampoco hay literatura indígena, africana. ¿Cuánto de canon puede tener una lista de apenas 26 escritores, desde Dante, pasando por Goethe y terminando en Samuel Beckett, y todos tienen como centralidad a Shakespeare, el “inventor de lo humano”? Faltan tantos autores, por ejemplo, W. B. Yeats, Dostoyevski o César Vallejo, pero extrañamente Bloom incluye a Sigmund Freud, a quien colocaba a la altura de Miguel de Montaigne.

Tampoco se trata de pensar que una obra literaria carezca de contexto, de historicidad, pues “el hecho de que hasta los poetas más fuertes están sometidos a influencias no poéticas es algo evidente incluso para mí; pero, una vez más, lo que me interesa es únicamente el poeta en un poeta, o el ser poético aborigen”. Porque, al fin de cuentas, la lectura es un ejercicio en que se encuentran dos soledades: la del autor y la del escritor.

En ‘Cómo leer y por qué’ escribe una página brillante sobre las razones por las que las personas leen y que ayuda a entender en el fondo por qué piensa más en ese canon, aunque no sin falta de arrogancia. “Leer bien es uno de los grandes placeres que la soledad puede permitirte, porque es, al menos en mi experiencia, el más curativo de los placeres. Te devuelve a la otredad, ya sea en ti mismo o en amigos, o en aquellos que pueden hacerse amigos. La literatura imaginativa es la alteridad, y como tal alivia la soledad. Leemos no solo porque no podemos conocer a suficientes personas, sino porque la amistad es muy vulnerable, es muy probable que disminuya o desaparezca, superada por el espacio, el tiempo, las simpatías imperfectas y toda la tristeza de la vida familiar y pasional”.

En estos tiempos en que, si la literatura no existiera no seríamos capaces de inventarla, según dice Ricardo Piglia en ‘Las tres vanguardias’, lo que hace Bloom es una defensa de la lectura “no para contradecir y refutar, ni para creer y dar por sentado, ni para encontrar conversación y discurso, sino para sopesar y considerar”. El lector, ante una gran obra, se mira siempre ante el espejo.

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