Apenas comienza este diálogo con la curadora de arte, Ana Rodríguez, en una cafetería de Cumbayá, hubo una pelea entre conductores que detuvieron todo el tránsito, incluso a una ambulancia que tenía su sirena encendida. Y en medio de esa agresividad al volante que tanto caracteriza a los quiteños, se intentó hablar de arte.
Ya que estamos en esta zona, una vez, en un bus que pasaba por la zona industrial de Quito, se subió un obrero con un libro de Juan Marsé. Y no me olvido de unos versos ahí: “La Luna me ha confesado / que nunca tuvo amores / que siempre estuvo sola / soñando frente al mar”.
Eso es lo que hago. Pongo en contexto las cosas, armo series. Es un trabajo editorial de cierta manera.
¿Transfieres objetos a palabras?
Cada vez menos. Hago mucho con el hablar. En los últimos años, mi curaduría con Fabiano Cueva, Coco Lasso, o Geovanny Verdezoto ha sido más devolverles su propia palabra, que ya no es, obviamente, su misma palabra. Tiene que ver con los contextos de sentido que desbordan la misma intención de los artistas.
¿Ir más allá de ellos mismos?
Me he dado cuenta de eso mientras más vieja me hago. Me interesa menos el mundo del arte en cierto sentido y más los mundos particulares. Más válido me parece el ejercicio de poner en contexto. Es provocar hallazgos. Te sientas al lado de un obrero, que crees que es un obrero, que está leyendo a Juan Marsé y aparecen esos versos y no te los olvidas porque hay un contexto y un montón de elementos que construyen ese sentido y le da toda su potencia.
¿Hay lecturas sin contexto?
Para mí no. Ese es un debate muy difícil. Cuando un artista te dice no, mi obra se trata de esto, cree ferviente en su gesto, en su historia reciente o más lejana de cómo llegaron a un proceso. Y eso para mí tiene validez. Le doy mucho espacio a esa conversación, pero luego les devuelvo su propia verdad ya no tan verdadera, digamos, ya no tan desde su mirada.
La compleja mirada del artista…
Lo que acabamos de hacer con Geovanny ha sido una conversación muy larga y bella sobre sus tintas. El contexto ha ido apareciendo en medio de esa primera verdad del sentido de su obra. Pero ya no es forcejeo. Sí, eso tiene sentido, pero a esa verdad la voy a poner en contexto, el que estamos viviendo, de las mismas preguntas que has enunciado sobre la realidad, sobre la pandemia. Hemos hablado de miles de temas y lo voy a editar.
Hay quienes dicen que la imagen vale más que mil palabras o que la obra se defiende sola…
Creo que es una expresión que se usa más en espacios mediáticos en donde no precisamente nos interesa entrar en el mundo sino que tenemos unos casilleros preestablecidos. Con esa imagen terrible del niño sirio ahogado, mucha gente dice que es una imagen que habla por sí misma. Y es todo lo contrario. Ahí es precisamente donde entra el trabajo de los que hacemos esto: explorar mundos, apalabrarlos y llenarlos de las referencias y de todos los puentes, caminos, ramas y formas de entrar y salir de ellos.
También se cuestiona a los curadores.
Somos en general mal vistos. Tenemos el rol de decir quién entra y quién no, por ejemplo, en una muestra antológica. Los curadores también sentenciamos a favor y esa es la muerte del artista. Cuando decimos: este es el más importante de su generación, es como una estocada para alguien que tiene 30 años y para quien es difícil luego recuperarse.
El rol del curador malo…
Casi casi el que excluye, más que del que construye sentido.
¿Qué te movió a ser curadora?
En el 2000, entendí en una experiencia colectiva maravillosa lo potente que podía ser la curaduría. Acababa de volver a Ecuador y daba clases de teoría del arte en la PUCE. María del Carmen Carrión, curadora, y Marcelo Aguirre nos invitaron a pensar en “el concepto de deseo”. Durante algún tiempo siete personas, algunos artistas y otros más bien teóricos, pensamos, discutimos y ensayamos obras juntos. De ese proceso salió ‘Desconsiderare’, una muestra que se hizo en Miraflores, una casa abandonada en el Parque Metropolitano. Yo todavía calificaba como artista. Fue una de las pocas veces que mostré mi obra de artista, pero también empezaba a calificar como “teórica”.
¿Qué entendió de la curaduría?
Que podía ser detonadora, editora, generadora de sentido. Pensé en la teoría del montaje en el cine, pensé en que era el momento y el espacio en que los conceptos se vuelven creativos, se inventan. En esa experiencia concluimos, de forma muy deleuziana, que el deseo no es el deseo de objeto, sino de un objeto en un contexto. Entonces ya no es un objeto solamente. Estuve convencida -como lo estoy todavía-, atravesada por quienes habían sido mis maestros, Genevieve Clancy -a su vez alumna de Gilles Deleuze-, de que “tener una idea” era acontecimiento. Y que ahí había un acto creativo. Decidí poco a poco trasladar el gesto: dejé de ser artista y empecé a pensar en que el ejercicio de la filosofía, de la estética, que es mi formación principal, son gestos que inventan conceptos. Empecé a trabajar en conceptos, a pensar con mis alumnos, a pensar con otros artistas en sus obras, a trabajar en el sentido. Y eso es lo que hago como curadora, no siempre puedo ‘ver’, decir ‘tengo una idea’, pero a veces acontece. Y es una pequeña fiesta íntima que empiezo a traducir y trabajar con otro, con otros.
Trayectoria
Magíster de la Sorbonne en Filosofía Estética. Fue la primera directora del Centro de Arte Contemporáneo (CAC) y dirigió la Fundación de Museos de la Ciudad. Fue Viceministra de Cultura. Ha sido docente e investigadora en Flacso, UCE, PUCE y USFQ. Es parte del Urban Front.