Comencemos por desbaratar un malentendido usual. Creer que demandarle cultura a un político implica que, en su desempeño, deba evidenciar familiaridad con el arte, la ciencia o la filosofía es un despropósito lindante con la estupidez. Aspirar, en cambio, a que, en el ejercicio de su tarea y en su visión de las cosas, ponga de manifiesto hasta qué punto sus ideas y su proceder encuentran inspiración en lecturas bien meditadas. Dígase, de paso, que la presunción más que extendida de que el político, a diferencia del intelectual, es alguien realista, impermeable al canto de las sirenas de la teoría y al goce de la reflexión, supone que la cultura no presta servicio alguno para obrar con acierto en la vida cotidiana. O, peor todavía, que esta no exige ninguna sutileza conceptual por parte de quien la habita. Nada revela menos sentido común que dar por válida semejante tontería. La realidad, al menos para nuestra especie, no es otra cosa, primeramente, que una trama de símbolos. Quien no lo advierta, o lo niegue, ignora dónde está, por más que se aferre a las cosas con ambas manos. Más tarde o más temprano, la anemia conceptual en los políticos suele ser fatal, no sólo para ellos, sino también para las comunidades que ellos tienen el deber de conocer, si de veras las quieren representar promoviendo su desarrollo. No ver o negarse a ver lo que salta a los ojos es empezar a escribir el certificado de defunción del propio protagonismo. Nada debilita más la necesaria estabilidad que se requiere para que una sociedad se desenvuelva con acierto que la diaria inseguridad que pueda conmover sus presupuestos indispensables. Son tres, entre nosotros, las fuentes centrales donde busca sustento esa inseguridad: el delito creciente, la creciente inflación y la pobreza multiplicada. Juntas corroen el presente y desdibujan el porvenir. Juntas imponen el temor y la necesidad de vivir en perpetua y extenuante vigilia. Juntas minan el valor de la moneda y el trabajo. Juntas, en suma, reducen el sentido de la existencia a una lucha degradante y estéril por la autopreservación. Sería injusto sostener que el bastardeo de las palabras y la credibilidad de las instituciones es obra exclusiva del Gobierno anterior y del que está en curso. Injusto e insensato. Sin subestimar en nada el caudaloso aporte efectuado por ambos a esta empresa de demolición.Una comunidad políticamente contaminada es aquella que se ve forzada a enajenar su atención y sus aspiraciones de crecimiento en favor de las frustraciones que le impone la ineficiencia del Estado. En un país debilitado como por instituciones menoscabadas y liderazgos inescrupulosos, es indispensable dar batalla al derrumbe normativo y al trato perverso que reciben las necesidades básicas de la población. La Nación, Argentina, GDA