En Yaruquí, envuelta en nubes de polvo al paso de las camionetas por las parcelas, los campesinos son asesorados por los técnicos de las tiendas locales que venden los insumos.
En todos los cultivos se usan insumos de menor toxicidad, conocidos como de sellos verde y azul, según Boris Zurita, técnico y agricultor de frutillas. “Ponen insecticidas cuando hay enfermedades y fumigan contra los hongos ,cada 15 días en verano, y cada ocho cuando llueve”. Cuando asoman las babosas las matan con un agroquímico. Y cambian el plástico cuando ha cumplido su vida útil, no más de año y medio.
María Yoquilema termina una primera tanda y lleva la caja a una carpa de plástico, donde tres mujeres cortan las hojas. Las frutillas van a la fábrica de la marca Snob, en Puembo, para elaborar las mermeladas, una forma más segura de consumirla. Se entregan 400 kilos semanales.
Con la mermelada no hay riesgos de nada, pues en el proceso de elaboración a altas temperaturas se eliminan bacterias o bichos.
En Checa, Ramón Ibarra sigue arrancando la fruta de los postes plásticos, junto a Amparito Zambrano, su esposo Dael y sus hijas Tanya y Fresia Marcillo. Todos llevan guantes y una carretilla.
Casi están por terminar y han recogido 500 kilos de la primera cosecha, hacen una más en la semana. Las hermanas Marcillo colocan las frutillas en cajas plásticas con la marca Florsita Fresita. Se venden en el área de frutas internacional del mercado Mayorista de Quito, van a las pastelerías, a las tiendas donde las embadurnan con chocolate y las envían también a Galápagos.
Yoquilema se agacha otra vez y se coloca en la espalda una nueva caja. En silencio, concentrada, va y viene, sin descanso.