Va pasando el tiempo y las huellas de la revuelta policial que terminó mal por el saldo de muertos y heridos nos va mostrando apenas algunas de las impredecibles consecuencias en el ámbito de la demolición institucional que este país atraviesa desde hace tiempo.
Muchos pensamos, quizá de modo ilusorio, que lo tristemente ocurrido debía marcar un espacio de reflexión que reconduzca al liderazgo político a rectificar las conductas en función del alto interés nacional de la convivencia civilizada y la democracia profunda.
Pero los discursos indican lo contrario. Por un lado la teoría de la conspiración que ensaya el Gobierno cobra adeptos en los apoyos populares importantes que suma el aparato populista, pero cada vez es más deleznable a la luz de las evidencias que a esta hora ya es inútil enumerar. No hubo Golpe, ni líderes, ni condiciones para ello en un Ecuador que parece curado de espanto de las asonadas armadas y donde está claro, como los expertos saben, que la gendarmería no suele dar golpes de Estado, que se sepa. La insubordinación con demandas salariales por el mal manejo político y las fallas de inteligencia que no supieron advertir el malestar y la desatención presidencial a algún alto funcionario que aconsejó no asistir al sitio de conflicto desataron esta tragedia que pudo ser peor.
Todo el país esperaba un tiempo de reflexión que hasta hoy no se ve por ninguna parte. El tono beligerante del discurso de tarima ante una plaza completada con partidarios traídos en autobuses por la comedida diligencia de un Canciller dedicado a la política interna y a la logística de movilización, suplantado en su verdadera labor por una campaña de entrevistas presidenciales con medios internacionales donde se muestra un presidente tranquilo contrasta con el cortocircuito del discurso que, desgraciadamente no es solamente cosa del viernes pasado.
El Gobierno ha atacado a los indígenas y a los maestros, a los periodistas y a los sindicatos, a los pelucones y a los partidos políticos, a la dirigencia empresarial y estudiantil. Ha dividido a la Policía y tiene inquietos a los soldados, a los jueces y a las universidades.
No se ve por ninguna parte una mano tendida. No surge la voz que llame al diálogo nacional que tanta falta hace. Descalificar al que piensa distinto, llamarle neoliberal o retrógrado parece ser la fórmula de éxito efímero, pero que tanto daño puede hacer si todas las minas sembradas estallan juntas. Esto merece una severa reflexión del equipo asesor que debe aconsejar al Presidente lo mejor para la estabilidad política y es también deber del alto Gobierno advertir las derivaciones de este peligroso accionar político.
Tras cuatro años de demolición ya es hora de cambiar, repensar el modelo que debería ser abierto a la inversión y el empleo y sembrar el ambiente para vivir en paz y no de sobresalto en sobresalto.