Las elecciones norteamericanas de medio período -en las que el presidente Obama sufrió una derrota severa- y la tensa situación política que vivimos en Ecuador tras la deslucida actuación de Rafael Correa, el pasado 30 de septiembre, son un excelente pretexto para hacer un ejercicio comparativo: ¿en qué se parecen los mandatarios de Ecuador y EE.UU.?
Ambos presidentes llegaron al poder bastante jóvenes -Obama tenía 47 y Correa 44 años de edad- y esgrimiendo un discurso en contra del establecimiento político. Correa puso el dedo en la llaga colocando en el banquillo de los acusados a la denominada ‘partidocracia’ y Obama atrapó la imaginación de su país ofreciendo un Gobierno alejado de la ‘vieja política’ de Capitol Hill.
Las expectativas que ambos líderes generaron tras su elección fueron enormes y ellos mismos -Correa y Obama- se encargaron de poner bien alta la vara contra la cual sus electores debían medirles. Obama dijo que volvería a convertir a su país en la ‘mejor esperanza de este mundo’ y Correa ofreció todo un modelo de organización económica y social que traería hasta felicidad a las personas. Lo denominó ‘socialismo del siglo XXI’.
Pero un viejo adagio político dice que ‘las campañas se hacen en verso y los gobiernos en prosa’. Una cosa es la retórica emotiva del político buscando votos y otra muy distinta los resultados concretos que puede producir ese mismo político una vez en el poder.
Aunque Obama ha lanzado una reforma profunda al sistema de salud y ha promovido nuevas regulaciones al sistema financiero para evitar colapsos como el que se produjo hace dos años, con la caída de Lehman Brothers, la población sigue descontenta porque el desempleo es casi cercano al diez por ciento.
Algo similar le ocurre al presidente Correa: aunque continúa gastando a manos llenas y sigue pasando leyes y reformas económicas claves para su estrategia política, los niveles de insatisfacción no han dejado de subir entre los ecuatorianos.
En EE.UU. y Ecuador se exige un diálogo entre el Gobierno y la oposición, pues en ambos países hay la certeza de que los resultados económicos y sociales pudieran ser muchísimo mejores.
Si Obama no es capaz de dar un giro radical de timón a su gobierno terminará convirtiéndose en una suerte de Jimmy Carter: un presidente con buenas intenciones que no supo promover mejoras sustanciales para su país y que, por eso, no pudo ser reelegido.
Si Correa tampoco es capaz de cambiar su estilo de administración terminará como un presidente que lo ofreció todo y que cumplió casi nada. Si no hay cambios, al final de su mandato seguiremos teniendo desempleo, pobreza, inequidad y todos los males sociales que aquello produce.