Vendedores y clientes guardan la distancia segura marcada en el mercado de Calderón. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO
Ya no son esos lugares de encuentro, del regateo ni del tanteo. Los mercados se volvieron zona de riesgo, donde la gente entra cubierta de pies a cabeza, no se toca y casi ni se mira.
Lo que las autoridades llaman ‘la nueva normalidad’ cambió por completo el concepto social de estos espacios, aunque su esencia -el abastecimiento- sigue siendo la misma.
El contacto entre clientes, la cercanía, el trato amistoso con la casera de confianza y la costumbre de palpar la fruta para saber si está madura hicieron que estos espacios se tornaran posibles puntos de contagio.
Hoy, solo 19 de los 56 mercados que hay en Quito están abiertos. Rommel Rosero, supervisor de la Agencia de Comercio, da cuenta de que los demás fueron cerrados principalmente porque se detectaron numerosos casos en las zonas de influencia, o porque algún comerciante dio positivo.
La emergencia sanitaria obligó a aumentar el control y a aplicar lo que hoy se conoce como bioseguridad. El ingreso a estos centros de abastos es estricto. Nadie entra sin mascarilla y guantes. Tampoco menores de 18 años ni mayores de 55 ni mujeres embarazadas.
Desde la época prehispánica, el mercado no solo ha sido un lugar para comprar sino de socialización. De boca del historiador Alfonso Ortiz, se conoce que el primer mercado de la ciudad se instaló en la Plaza Mayor, cuando en Quito no había más de 40 000 habitantes.
Durante la Colonia, se volvió punto de encuentro para el pueblo que hacía compras a diario por las dificultades para preservar alimentos en casa.
Las normas de higiene han cambiado a lo largo de 500 años. En el siglo XVI se compraba en la calle. Cebollas, tomates y otros alimentos se acomodaban en el piso de tierra, igual que productos manufacturados, como ollas de barro.
Cuando García Moreno llegó al poder, el mercado se trasladó a la plaza de San Francisco, donde pasó 40 años.
Ortiz describe aquellas ventas: los comerciantes colocaban un palo clavado en el piso y colgaban otros dos maderos para sostener un toldo y lograr guarecerse de la lluvia o del sol. Apenas en 1904 se inauguró el mercado en la plazoleta de Santa Clara, en la época de Eloy Alfaro, cuando Quito tenía unos 50 000 habitantes. Fue el único mercado hasta 1950.
En Santa Clara ya se controló con exactitud las medidas como peso, volumen o longitud de los productos que se vendían, al igual que sus precios.
Pero no fue sino con la llegada del ferrocarril, a comienzos del siglo XX, que las normas de higiene cobraron fuerza. Con la modernización, dotación de agua potable y canalización de aguas servidas se empezó a controlar la higiene pública.
En ese entonces, el mercado era el principal lugar donde se contraía enfermedades.
Como la ciudad siguió creciendo, hubo necesidad de más centros de abasto. En 1951 se construyó el mercado Central. Para ese entonces -cuenta Ortiz- la capital albergaba a más de 250 000 personas.
Había mercados en Chillogallo, La Magdalena, Cotocollao y El Inca. La mayoría de los actuales se construyeron en la segunda mitad del siglo XX.
En los mercados de Quito trabajaban a inicios de este año 13 000 comerciantes, pero hoy atienden solo 5 500. Quienes no están laborando son en su mayoría adultos mayores y personas con enfermedades preexistentes, que corren más riesgo por el covid-19.
Hay medidas de seguridad extremas. En el mercado de Carapungo, el piso está señalizado para que la gente respete las distancias. Hay pasillos unidireccionales para evitar amontonamientos y los clientes entran en turnos por una sola puerta y hacen un circuito.
Pasan primero por el área de carnes y pescados, van a la zona de legumbres, papas y frutas. Todos deben seguir las flechas amarillas pintadas en el piso y la señalética colocada en los corredores, y deben tardar máximo 20 minutos.
No hay tiempo -como había antes- para las conversaciones y las bromas con el comerciante. Pero hay cosas que nunca cambian: “Venga, venga bonito, acá le doy yapadito”, dice una de las vendedoras que usa traje, guantes y mascarilla.
Quien atiende un puesto de venta de pescado, rocía agua con sal a los mariscos de mar para mantenerlos frescos, y cuenta que antes él viajaba a la Costa para traer el producto, pero hoy, por las restricciones de movilidad, le vienen a dejar.
Para entrar al mercado de Calderón, los clientes pasan por la bandeja de desinfección. También les toman la temperatura. Los vendedores usan protectores faciales. Hay señales por donde la gente
puede circular.
Las personas hacen compras al ritmo de un vallenato, mientras el administrador, por altoparlantes, da indicaciones: “Mantenga la distancia de 2 metros”. Los comerciantes trabajan por turnos. La mayoría de puestos está cerrada.
Hay muy pocos clientes. En cerca de 40 minutos entraron a lo mucho diez personas. El problema, dicen los vendedores, es que se regó la noticia de que ese mercado era un foco de contagio. Por eso lo cerraron, y al volver a abrirlo con todas las medidas de seguridad no tuvo acogida.
Las medidas se mantendrán indefinidamente; y la gente, apunta Rosero, deberá acostumbrarse a esta nueva forma de hacer compras.Incluso con semáforo amarillo, los mercados atenderán al 60% de su aforo, y todos los comerciantes deberán hacerse pruebas para descartar el virus.
Como dice el sociólogo Byron Altamirano, las generaciones futuras estudiarán esta época como aquella en la que la convivencia cambió y los tumultos en buses y mercados desaparecieron.
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