Cuando los medios empezaron a mezclar el concepto de cultura con entretenimiento y espectáculo, muchos creímos que se trataba de una mezcolanza bastarda.
Las nuevas secciones acabarían inclinando la balanza hacia esos dos intrusos de la sociedad y la cultura de masas, en detrimento de lo que habíamos entendido siempre por arte y cultura.
Las viejas secciones de los diarios se limitaban al no menos viejo ámbito de las bellas artes y las letras, sin advertir que, en el vertiginoso siglo XX a la llamada sociedad de masas le salía una portentosa cultura de masas.
Faltaba poco para que un nuevo engendro nos pusiera a discutir sobre lo que entendíamos por cultura, más allá de lo que nos habían dicho los antropólogos y lo catalogado por las industrias culturales.
Hoy debemos aceptar que la palabra cultura extiende sus dominios a esferas de la producción que escandalizan aún a los puristas: la moda, el turismo, las telenovelas, los centros comerciales, los videojuegos, los videoclips, la pornografía impresa o audiovisual, por no hablar de las glamorosas industrias del cine y la televisión, la arquitectura y el diseño, la publicidad y la producción manual o industrial de artesanías.
Hay que hablar del papel que desempeña la cultura en la vida económica de los países, de su contribución al Producto Interno Bruto y del potencial competitivo que puede convertirla en un cada vez más importante sector de exportación. El baile optimista de las posibles cifras me hace brincar de entusiasmo al saber que la actual crisis económica había estimulado en algunos países el consumo cultural.
Y eso me cura de la desazón que me produce saber que el consumo cultural preferido por los colombianos era su asistencia regular a los centros comerciales. Desazón parecida me produjo saber, hace años, que el Concurso Nacional de la Belleza era uno de nuestros grandes certámenes culturales.
Me preocupa que en los debates sobre consumo de cultura no estén presentes quienes hacen la cultura, incluidas aquellas expresiones que dan ‘pérdidas’ en los balances de la economía y a las que, sin embargo, se les pide que se autofinancien a medida que el Estado renuncia a la responsabilidad de promoverlas.
Las cuentas alegres soslayan algo esencial: el impacto que las industrias culturales tienen en el empobrecimiento de producciones inmateriales que se desarrollan al margen de las leyes del mercado. Los índices del consumo cultural son a veces engañosos por optimistas: se evitan el pesimismo de responder por la calidad y contenido de ese consumo y el efecto que tiene en la sensibilidad de sus consumidores.
El Tiempo, Bogotá GDA