En el Informe presidencial ante la Asamblea, el último 10 de agosto, se escuchó de parte del Primer Mandatario la palabra consenso. En un principio parecía que la apertura al diálogo y la búsqueda de acuerdos entre los diversos sectores representativos de la sociedad, políticos, gremiales, indígenas, universitarios y tantos otros, lucía como una posibilidad. Sin embargo, más adelante con los aderezos del discurso esa esperanza se evaporó. El Gobierno únicamente entiende el diálogo como una aceptación de sus tesis. No caben opiniones en contrario porque inmediatamente se las descalifica. Cabe siempre refrescar de qué se trata el diálogo, al menos el entendido en los grandes pactos sociales que han llevado a cabo otros Estados en diferentes momentos de su historia. El diálogo presupone que se sienten a intercambiar opiniones y propuestas con diferentes puntos de vista. La clave está en encontrar acuerdos básicos sobre asuntos de interés general que se entiende que son en beneficio de toda la nación para lo cual deben existir los elementales renunciamientos de cada parte hasta llegar a un objetivo común.
Pero para lo anterior se requiere básicamente que cada uno de los intervinientes sea reconocido como un interlocutor válido. Si ello no se produce, el ejercicio es un fiasco. Si cualquiera de los intervinientes se pasa desacreditando al otro, jamás habrá un resultado plausible. Para que el mecanismo funcione se requiere aceptar que quien presenta una posición determinada sobre un asunto no lo hace con el afán de destruir al otro sino para buscar una salida a un problema, que de persistir en el tiempo puede afectar a todos.
Nadie que intervenga en un proceso de diálogo está obligado a renunciar a sus intereses legítimos. Pero sin duda, convocar a tratar asuntos de interés público a sectores representativos de la sociedad crea otro ánimo en un país. No se trata supuestamente de “socializar” tal o cual propuesta con la práctica de dar charlas informativas a los supuestos interesados sino de recoger las observaciones que, con una lógica adecuada, demuestran que darían mejores resultados que los planteamientos de los proponentes de turno.
Ese es un verdadero ejercicio de democracia y tolerancia, lo otro es simple imposición. Para ser justos, esta falta de cultura para resolver los conflictos por la vía del consenso no se le puede achacar solamente a las autoridades. En realidad es la sociedad en su conjunto la que no camina por ese sendero y encuentra en la confrontación, la agresión, el insulto y -por supuesto- la judicialización, la manera de arreglar los disensos.
El resultado: una sociedad fraccionada y desconfiada que ve al otro como un rival o enemigo, antes que reconocerlo como una persona auténticamente interesada en la suerte del país, con una visión diferente.
Aquellos pululan en los medios de comunicación.