En la lucha política, ha sido muy frecuente utilizar la estrategia de la confrontación para ganar adeptos y disminuir las fuerzas del rival. El recurso consiste en desacreditar un determinado punto de vista, sin razonamiento pero con virulencia, para que los ciudadanos, temerosos de que se los identifique con quienes sostienen el criterio atacado, polaricen su apoyo a favor de la “verdad oficial”. Eso se conoce con el nombre de maniqueísmo. Se divide al mundo en buenos y malos, se auto-identifica el líder con los primeros y se deja al ciudadano la “libertad” de proclamarse “bueno”, con el aplauso del poder, o de colocarse entre los “malos”, y afrontar las consecuencias de tan temeraria elección.
Propiciar la confrontación es atacar las raíces sobre las que se construye la cohesión social y la vida de una nación. Es destruir los fundamentos y los objetivos del pacto social. Es alimentar los elementos negativos de la naturaleza humana y dar razón a Hobbes cuando afirma que “el hombre es el lobo del hombre”. La democracia se edifica sobre el respeto a la diversidad. Quienes buscan la uniformidad de criterios quieren controlar el orden social, después las instituciones del estado y, finalmente, el alma misma de la nación.
La intolerancia ejercida por el poder -corolario de la confrontación- termina destruyendo las libertades. Para ser tolerante no basta la pasiva aceptación de que se expresen ideas distintas a las propias. Es necesaria la voluntad consciente de analizarlas para entender las razones que las fundamentan, a fin de extraer de ellas los aportes que la sociedad requiere para progresar en los campos del espíritu y del desarrollo.
En el Ecuador, prevalece la costumbre de atacar a quien piensa diferente y no a sus ideas. Pocos son los que, con serenidad y objetividad, analizan las razones ajenas, las comparan con principios sustantivos, las tamizan con ayuda de la lógica, las miran en su contexto y acaban rechazándolas o aceptándolas. Es ejemplar, en este aspecto, el método socrático que, incitando al razonamiento colectivo en los caminos de la Grecia clásica, terminaba extrayendo conclusiones basadas en la razón y no en la pasión, según nos lo relata Platón en sus Diálogos.
Nuestros políticos, en cambio, argumentan descalificando a sus contendores, insultándoles, colocándoles en categorías arbitrarias. “Este es de la oposición”–dicen- o “ese fue ministro de tal presidente” -argumentan- y así echan sus razones al tacho de basura. ¿El análisis racional? “No hay que perder el tiempo en eso” concluyen, prepotentes y alegres.
¡Qué pequeñez intelectual y qué cuestionable moralidad laten como hilos conductores de tales actitudes! Lamentablemente, tan condenable práctica prevalece en la política del Ecuador, ciertamente con honrosas excepciones.