El debate en torno a la Ley de Comunicación tiene un trasfondo filosófico: la tensión que existe entre la libertad de conciencia y el deseo innato del Estado de regular esa libertad. ¿Cuándo privilegiar la libertad de conciencia y cuándo dejar que las leyes regulen el comportamiento de las personas o instituciones?
Este es un dilema típico de la modernidad, pues el intercambio cada vez más intenso de ideas y culturas ha dejado claro que no existe una única verdad ni tampoco una sola forma de vivir la vida. A este fenómeno contemporáneo se le ha llamado ‘pluralismo moral’.
No se trata de decir que ‘todo vale’ y que no importa si la conducta de un individuo es desastrosa porque finalmente ‘da igual’. No. Reconociendo que existen principios insoslayables -como la no violencia o la honestidad- el pluralismo moral subraya la imposibilidad de que la sociedad se ponga de acuerdo en torno a lo que significa vivir correctamente, porque existen millones de formas de ver el mundo.
Hay ciertos ámbitos donde esa diversidad de opiniones es tan radical que resulta obvio que cada individuo deba actuar según su conciencia y que el Estado no se entrometa porque es se trata de tema demasiado personal y subjetivo. Es el caso de la religión, por ejemplo.
En la educación, el dilema entre Estado y conciencia es más complejo. De un lado, los padres de familia quieren inculcar a sus hijos sus mismos principios y valores, pero, de otro, el Estado está obligado a cuidar que la enseñanza de los jóvenes tenga ciertos estándares mínimos para que todos tengan las mismas oportunidades de desarrollo.
Algo similar ocurre en el caso de la comunicación social. La tensión entre Estado y conciencia se produce porque si bien la información puede ser vista como un bien público -y, por tanto, sujeto a regulaciones- también es cierto que el acto de opinar o comunicar debe ser un acto libérrimo de una persona o institución.
Sin esa condición esencial de libertad, el ejercicio de opinar o informar dejará de ser original y verdadero y, por tanto, perderá su valor social. ¿Por qué preferimos leer un periódico que otro? ¿Por qué vemos o escuchamos un determinado noticiero? Porque sentimos que el enfoque particular de ese periódico o noticiero nos ayuda a entender mejor nuestro entorno. Si no percibiéramos ese valor agregado, apagaríamos la radio o la televisión, o dejaríamos de leer una publicación determinada.
Una prensa con excesivas regulaciones será incapaz de reflejar la diversidad de opiniones y formas de ver el mundo que existen en una sociedad. Los mayores afectados seremos los ciudadanos, porque nuestra libertad de conciencia será coartada por un Estado que intentará -inútilmente- de uniformar nuestro pensamiento.