La destitución de siete jueces penales de Guayaquil por parte del Consejo de la Judicatura es una acción que, en principio, parece destinada a poner orden en una de las funciones del Estado permanentemente cuestionada y criticada por episodios extraños que ocurren con cierta frecuencia y que golpean la credibilidad y la reputación de la administración de justicia en el país.
Los 11 jueces castigados administrativamente por presuntas irregularidades cometidas en el trámite del caso Huracán de la Frontera, donde se indaga un supuesto delito de narcotráfico a los hermanos Jefferson, Édison y Miguel Ostaiza, recibieron la sanción “por haber conocido, sin tener competencia, un caso que sabían perfectamente que se había cometido en San Lorenzo, provincia de Esmeraldas, y que, por tanto, debieron excusarse, pero no lo hicieron”.
El Consejo de la Judicatura añade que “los retrasos de la definición de la jurisdicción permitieron la caducidad de la prisión preventiva de los acusados”.
Los perjudicados por la decisión tienen otro punto de vista y, como corresponde, es importante escucharlo. Dicen, por ejemplo, que es una sanción injusta y afirman que detrás de la resolución podrían estar ocultos poderosos intereses políticos, aunque no precisan a qué intereses se refieren.
Del lado contrario, el Fiscal del Guayas considera acertadas las sanciones puesto que, según él, “ciertos jueces se prestaron al juego para demorar el proceso”, gracias a lo cual uno de los sindicatos recuperó su libertad.
Para superar esta polémica, lo más sano es que el Consejo de la Judicatura transparente su decisión y explique claramente los argumentos de su decisión.