La Compañía Nacional de Danza motivó a las internas de El Inca
Flavio Paredes. Redactor
Sobre el concreto de la cancha de baloncesto, del Centro de Rehabilitación de Mujeres de El Inca, se colocó un piso de linóleo. Ahí bailó la Compañía Nacional de Danza (CND) y, arriba, azul y amplio, se abría el cielo de verano.
El plano horizontal, en cambio, se delimitaba por lo muros y las rejas, por los signos del encierro. El jueves, alrededor de 60 internas, sentadas y recostadas, al cobijo de la sombra o al abrigo del sol, presenciaron las coreografías de la Compañía: ‘Canciones’, ‘Silencio’, ‘Ojos negros’ y ‘El agua y la memoria’.
Las melodías que acompañaban al movimiento de los cuerpos se fundían en el aire con chirridos de puertas metálicas, gritos y carcajadas que se escapaban de las celdas. Algunas mujeres continuaban con sus labores cotidianas, una interna golpeaba con fuerza una blusa sobre la piedra de lavar, otra se envolvía entre los vapores del caldo en cocción.
Aquellas que no se perdieron del espectáculo de danza miraban atentas, dejando que la imaginación fluyera acaso para expiar sus culpas, para encontrar en el desplazamiento de los bailarines, la libertad ausente. Un gesto o un roce sugerente despertaban esa libido encerrada y a la sonrisa seguía el sonrojo.
“Bonito, muy bonito”, repetía Inés, interna, y sus emociones brotaban, mientras intentaba imitar algún gesto, algún paso.
La maestra María Luisa González tomó el micrófono para, en la pausa entre coreografías, hablar y dialogar con el público, pedir comentarios y recibir agradecimientos. Una idea, un proyecto, quedó pendiente: las internas quieren bailar y formar su propio grupo de danza.
Tan solo bastaría ser testigo de esa paradoja: internas extranjeras y nacionales, morenas y pálidas, delgadas y robustas, todas bailando libres, dentro del encierro.
A la mirada severa de los guardias se antepuso la sonrisa fresca de Jorge Alcolea, el coreógrafo, sentado a un lado observaba todo, buscando talvez entre las celdas, el motivo de su próxima creación.
Terminada la presentación, no quedaba más que volver a caminar por entre los pabellones y sobre la baldosa quebrada; subir las escaleras y atravesar la puerta, recostarse y regresar a la quietud y al silencio, diario y condenatorio.