Álvaro Uribe es un personaje indispensable en la historia política reciente de Colombia, para bien y para mal. Las razones de su poderío son múltiples.
Fue el primer presidente de la época contemporánea que rompió con la hegemonía del bipartidismo conservador y liberal, cuyo péndulo funcionó sin contratiempos desde los años 50. Uribe dejó su cargo con mayor popularidad que sus antecesores. Él hizo de la fuerza el único camino posible hacia la pacificación de su país, azotado en el 2002 -cuando inició su mandato- por la guerrilla, el paramilitarismo y los grupos narcotraficantes a los que prometió liquidar. Su principal fijación para el combate fue acabar con las FARC y el ELN, guerrillas de corte marxista.
Su política de Seguridad Democrática le garantizó no solo una reforma constitucional para que como mandatario pudiera reelegirse de forma inmediata. Por ello, gobernó Colombia por ocho años.
El uribismo se convirtió en una fuerza poderosa y, el carisma de su líder, un elemento esencial en la política del vecino país, como sucede con todos los caudillos contemporáneos de la América andina.
Sin embargo, la fuerza de Uribe, en Colombia, sí tuvo límites. Estos vinieron de las instituciones que, a diferencia de lo que ocurrió con Venezuela, Ecuador y Bolivia, no lograron ser cooptadas. Al expresidente no le faltaron ganas de hacerlo, pero en el 2009, la Corte Constitucional le cerró el paso a una segunda reelección, y ese afán desmedido de poder quedó supeditado a sus delfines.
Pero en esa suerte de delegación, Uribe no tuvo éxito. Al poco tiempo de ganar la Presidencia, Juan Manuel Santos se alejó del líder. Y el domingo, Óscar Iván Zuluaga perdió el balotaje ante Santos.
Luego de estos resultados electorales, Uribe tendrá que conformarse con hacer política desde el Senado y esperar cuatro años más para que otro delfín llegue al poder. En Colombia, los límites a la reelección obligaron al popular Uribe a buscar relevos.