Rubén Darío Buitrón El Comercio
Parecería que el destino del ser humano es su extinción en manos del propio ser humano.
Con tanto odio, tanta tiranía, tanta muerte, tanta locura, tanto poder incontrolado e incontrable, la última epopeya del hombre será su destrucción.
El premio Nobel de Literatura, J. M. Coetzee, nacido en Sudáfrica y testigo de la brutalidad e irracionalidad de la tiranía, la dictadura, la represión y la discriminación en su país, ha hecho de su escritura, de sus novelas y sus ensayos una forma concreta de expresar su repudio a cualquier forma de opresión.
‘Tierras de poniente’ no es una de las más recientes novelas de Coetzee. Por el contrario, es una de sus obras de juventud, obra que prefigura lo que después sería la poética de J. M.: una necesidad de crear mundos donde los personajes centrales se enfrentan a sus más abyectas pasiones, donde la única luz que surge de tanta oscuridad probablemente sea la del estallido decisivo y sin regreso.
Novela hasta hace poco inédita en idioma castellano, ‘Tierras de poniente’ aparece por primera vez en 1974, el mismo año en que el
Gobierno racista de Pretoria impone una brutal represión y un control absoluto de la política, la cultura, el deporte, la educación, la cotidianidad…
A partir de entonces, Sudáfrica vive una oleada de descontento y rebeldía de la población negra, con el heroico Nelson Mandela como el mayor símbolo de una larga lucha que, al final, logró revertir una estructura política que parecía imposible de vencer.
En ‘Tierras de poniente’, Coetzee arma dos historias aparentemente inconexas: el primer relato tiene la forma de un informe psicológico para el ejército estadounidense durante los años de la guerra de Vietnam.
La segunda narración recrea la expedición de un supuesto antepasado del escritor, a quien la novela atribuye el descubrimiento del río Orange y de la jirafa.
Ambos textos, dice el crítico español Rafael Narbona, “combinan el falso rigor de la literatura científica y documental con la ironía y la enajenación de personajes implicados en injustificables aberraciones morales”.
La segunda historia, elaborada con tropiezos en su ritmo y algunas fisuras en su verosimilitud, no merece mayor comentario.
La primera, en cambio, alcanza profundos niveles emotivos y reflexivos.
Titulada ‘El proyecto Vietnam’, y escrita en primera persona, esta narración revela cómo el poder necesita del orden, la fuerza, el silencio, la sumisión y la propaganda para coexistir en armonía con su único interlocutor posible: el mismo poder.
“El poder solo habla con el poder (…). Solamente los fuertes pueden mantener el rumbo a través de los baches de la historia…”, dice una de las conclusiones a las que llega el informe psicológico.
Y dice algo que, a pesar de tanto tiempo que ha quedado atrás, se vuelve más vigente que nunca: “La voz del padre es una nueva fuente de propaganda. La tendencia de los estados totalitarios consiste en identificar la voz paterna con la del líder, el padre del país.
En épocas de guerra este padre exhorta a sus hijos a sacrificarse por la patria y en épocas de paz a aumentar la productividad”.