Cuando las retroexcavadoras salen empieza el trabajo de los minadores. Son al menos unas 50 personas, entre hombres, mujeres y niños, que buscan en los escombros de una ciudad en ruinas.
Pedernales, en Manabí, fue gravemente destruida por el terremoto de 7.8 grados Richter del pasado sábado 16 de abril del 2016. Según el Comité de Operaciones de Emergencia, el 90% de su infraestructura fue afectada y 155 personas murieron.
En este escenario, que parece una ciudad bombardeada, trabajan sin descanso los chatarreros. Raúl Callagua, es el único que no fingue no saber español mientras levanta con sus manos blanquecinas los pedazos de concreto. “¡No entiendu!”, repiten el resto de sus compañeros, cuando cualquier persona intenta conversar con ellos.
Desconfían porque son foráneos, porque no tienen autorización para trabajar allí. Por eso son sigilosos. Tal vez por respeto a las víctimas o simplemente esperan que su presencia pase desapercibida.
La tarde de este sábado 30 de abril se cumplen dos semanas del terremoto. Los minadores llegaron dos días después provenientes de Quito, Cotopaxi y Ambato.
Entraron a la cuidad en camiones vacíos y esperan volver a sus ciudades con los vehículos llenos de hierro, acero, chatarra y el cobre de los alambres de luz.
Según un joven que logró llenar su camión y abandonaba esta tarde la ciudad, por cada quital de chatarra cobran USD 40. La entregan en una empresa que funde acero y metales en Santo Domingo de los Tsachilas.
Entre el grupo hay un niño de unos 11 años que trabaja masculinamente serio. Lleva un alicate y lo usa para cortar los alambres de luz que encuentra.
Al contrario del resto de chatarra que lo apila en medio de la calle para que otros la suban a los camiones, los alambres los guarda en los bolsillos de su pantalón. El cobre es el material más valioso. Raúl dice que por cada libra les pagan USD 3.
En el grupo también hay mujeres, algunas que parecen haber salido hace poco de la adolescencia. Mientras caminan sobre las paredes destruidas cargan a sus bebés. Ninguna quiere hablar.
Solo una joven se atreve a contar que ellos, por ahora, duermen en la calle. Acampan juntos, hombres, mujeres y niños, dentro de los camiones o simplemente sobre las aceras.
Raúl, de 19 años, no tiene hijos, pero en su grupo hay dos niños de 2 años. Los pequeños también deben despiertar a las 06:00, dos horas antes de que regresen los equipos de demolición. Cuando las máquinas prenden sus motores, ellos migran a otras casas que ya fueron derrotadas. “Pedernales es como una mina”, dice uno de ellos.