Noviembre del 2010, estalla uno de los mayores escándalos mundiales. Diario El País y otros periódicos de Europa y Estados Unidos revelan unos documentos entregados por Wikileaks, una red de ‘hackers’ que durante varios años se dedicó a espiar los mensajes del Departamento de Estado de EE.UU.
Putin es un autoritario y machista; Berlusconi organiza fiestas salvajes con menores de edad, Sarkozy, aunque tiene mala fama, se porta bien; enormes esfuerzos por aislar a Chávez del resto del mundo; el hipocondríaco Gadafi usa botox para que no se note su envejecimiento. El mundo se sacudió.
En plena revelación de los secretos del imperio todo era euforia, algunos teóricos de la comunicación llegaron a argumentar que los cables de Wikileaks se convertirían en la máxima expresión de lo que debería ser la libertad para informar. Julián Assange, quien llegó a copiar 250 000 cables, fue declarado personaje del 2010.
Claro, incomodaba al imperio y era una buena ocasión para declararlo héroe mundial. Incluso un acucioso funcionario de nuestro Ministerio del Exterior llegó a proponer asilo humanitario para semejante sujeto. La paja en el ojo ajeno no incomodaba para nada, allá los gringos con sus temas.
Cuando la euforia se disipa, la percepción que teníamos de ese mítico héroe comienza a cambiar. Assange se ha convertido ahora en personaje incómodo, a nadie con cabeza fría se le ocurriría hoy ofrecerle asilo, un estatus que le caería muy bien ya que hasta tiene acusaciones con connotaciones sexuales.
Todo el morbo que despertó esa revelación de espionaje electrónico es ahora un bumerán, sobre todo para quienes no entienden cómo funciona la lógica diplomática y la misión que cumplen los embajadores.
¿De qué sirve un diplomático que no dice la verdad sobre el país donde representa al suyo?, se pregunta en un artículo un gran escritor, que también representó a su país en diversas misiones en el extranjero. Si no dice la verdad, dice este personaje, es un mal diplomático, y si la dice es porque el embajador tiene la seguridad de que sus opiniones solo serán conocidas por su propio Gobierno.
Quien opina así es el autor de ‘La muerte de Artemio Cruz’, el mexicano Carlos Fuentes, en cuya hoja de vida figura también una misión diplomática en Quito. El secreto, anota Fuentes, es indispensable para que el embajador diga la verdad a su país. “Si todos los informes de todos los embajadores a todos los países del mundo enviados a todos sus gobiernos fuesen revelados, la diplomacia dejaría de funcionar con eficacia”. ¿A quién puede extrañar, como dice un cable Wikileaks, que en México hay corrupción?, vaya novedad, se responde Fuentes. A veces es bueno meter la cabeza bajo un chorro de agua fría.