Demmi Andrade, del Club Los Broncos, realizó una demostración de sus habilidades sobre un caballo. Foto: Enrique Pesantes/EL COMERCIO
Un caballo tallado en plata fina resplandece con el sol infernal de Samborondón (Guayas). Se eleva en el aire, salvaje, sin amarras, desafiando a los montadores.
La imagen diminuta brilla en la frente de Látigo, un equino criollo, de crin negrísima, que espera a su jinete, Elizabeth Macías. “¿Quién dice que la monta es solo de hombres? Yo desafío al machismo montuvio”, dice segura. Y se marcha al galope, por las calles del cantón.
Es domingo y los caballos salieron del campo para tomarse la localidad. Van y vienen por el asfalto, bien ataviados, desafiando a autos y buses, hasta a las mototaxis. Para ellos no hay semáforos. Y su relincho es más sonoro que el claxon de viejas camionetas rancheras que transportan sacos de arroz.
Al mediodía, el repique de sus cascos sobre el cemento se hace más fuerte. Decenas de centauros, del Club de Caballistas Samborondón, se agruparon frente al monumento al jinete.
Entre cervezas para aplacar el calor bravío y la música ‘corta venas’ que salía de un vetusto Trooper, los caballistas terminaban de engalanar a sus equinos. “Son los aderezos -explicaba Marcos Bohórquez-. Así como uno se viste, se entalla; a ellos los cubrimos de brillo, de lujo”.
Bozales, frenos, tapaderas, petrales, monturas, baticolas… Andrés Murillo muestra cada parte del aderezo de ‘Castaño Puro’, su caballo criollo. “Son de plata y cuero puro. Un aderezo completo puede costar más de USD 1 200”.
Los adornos en los caballos y la prueba de caracoleo fueron atractivo en el rodeo en Samborondón. Foto: Enrique Pesantes/EL COMERCIO
Vicente Bravo es presidente de la Asociación de Ganaderos de Samborondón y montuvio de cepa. En su camisa mostaza resalta un toro bordado en el pecho.
“El caballo es un animal noble -cuenta-. Aquí tenemos criollos de paso, bien costeños; purasangre peruanos y colombianos, hasta apaches, como los de las antiguas películas gringas de indios y llaneros”.
Para Bravo, esta tradición del Litoral ecuatoriano tiene influencia texana. Y así se refleja en la indumentaria de los jinetes: camisas a cuadros, con flecos, jeans, sombreros y botas de cuero, espuelas.
Antes de saltar al ruedo, donde la valentía es juzgada por un público estricto, los caballos desfilaban por una pampa polvorienta, bombardeada por excremento.
Víctor Pincay llegó desde el cantón Salitre con su compañero ‘Muchas gracias’. “Es mejor que las motos. Como campesino que se respeta, siempre ando a caballo”.
‘No te piques’ no se quedó atrás. El amigo de René Maquilón elevaba las patas delanteras cada vez que recibía “una caricia” del bejuco.
Las rancheras hacían vibrar el coso, con sus graderíos a reventar. Los jinetes de seis haciendas estaban listos para mostrar su habilidad en la monta a mecha y el lazo.Ese espíritu bravío no tiene límites y así lo dejó claro Dayana, de 4 años, quien se llevó la cinta de Criolla Bonita cabalgando segura sobre un azabache.
El caracoleo fue la primera prueba. Los potrillos briosos hicieron sudar a sus domadores y solo el mejor ganaría, aunque eso lastimara su hombría. “Pobre -decía el animador quiteño Juan José Ortiz-. Terminó con las bolas hechas rompope”.