Las favelas y los barrios miseria son las pústulas más visibles que muestran las metrópolis tercermundistas actuales; pero no son las únicas.
El desarraigo, la inmigración y la mala distribución de los ingresos también son males que afectan el desarrollo urbano.
Una consecuencia visible de estos problemas intangibles es la construcción ilegal, que desemboca en un fenómeno urbano doloroso: los barrios esqueleto.
¿Barrios esqueleto? Seguro. Son esos asentamientos arrabaleros, muchos producto de invasiones, donde más de la mitad de las viviendas se encuentra a medio construir. Y muchas terminan así: con sus esqueletos de varillas y hormigón oxidados y ancianos.
Caupicho, barrio del suroriente de Quito, es un ejemplo típico. Las construcciones dormitan esperando que sus dueños cobren alguna platita extra (utilidades, bonos, decimotercer sueldo, alguna remesa) para sumar unas pocas filas de bloques o para cubrirse del frío con una puerta o una ventana.
Avances constructivos que se comen el alimento, el vestido y hasta las navidades de sus propietarios, quienes deterioran su calidad de vida para ‘vivir mejor’ en un futuro no tan cercano.
Como casi todas son construcciones empíricas y empezaron antes de que Caupicho sea urbanizado, después del nuevo trazado vial varias quedaron con los cimientos en el aire.
¿Se puede ‘hacer ciudad’ en esas condiciones? Es difícil. Lo que se precisa es una política pública capaz de actuar ante las urgencias.
No se trata de hacer todo desde cero, demoliendo para rehacer. Hay que a partir de lo que existe. Introducir atributos urbanos capaces de generar un efecto contagiante positivo y, a través de la inversión pública, desencadenar un proceso de mejoramiento de lo privado desde lo privado; o sea, desde los propios habitantes.